El veinteañero, gafotas, con ostensibles signos de prematura alopecia, entró en un vagón del "Metro" madrileño y sonriendo a diestro y siniestro, pronunció un sonoro "¡Buenas tardes!", entre el estupor y las risas contenidas de los viajeros, que mentalmente se preguntarían si se trataba de un paleto recién llegado a la capital o un cachondo provocador. Como no obtuviera respuesta a su saludo, el muchacho se puso algo colorado, pensando para sí qué dirían los de su pueblo de enterarse de esa "salida de pata de banco" que acababa de propiciar.
Han pasado veinticinco años, más o menos, de aquella anécdota y hoy, quien la protagonizó, es uno de los más populares actores del cine español, con treinta películas a sus espaldas, un Goya encima del piano de su casa y un brillante futuro en su carrera: dentro de unos días rodará una cinta para una productora francesa y espera el estreno de sus últimas películas, El tiempo de los monstruos y Truman. Se llama Javier Cámara Rodríguez, tiene cuarenta y ocho años y, sin despojarle de su propia vis cómica, de su talento para interpretar a tipos de muy diversa catadura, sigue un poco las huellas del recordado Alfredo Landa. Es ese tipo de actor cercano, familiar, que no parece actúe, sino que se comporta así siempre, lleno de naturalidad.
"Yo soy actor por culpa de suspender COU", dice. En su pueblo riojano, Albelda de Iregua, sus padres se enfadaron al saber que el chico no quería estudiar y que su propósito de convertirse en arqueólogo no prosperaría. Dueño de unas tierras, su progenitor se tomó a mal también que el hijo renunciara a sucederle para cultivarlas. Pensaba que eso de ser actor era cosa de mujeres de mala vida y de afeminados. La madre regentaba la tienda de novedades Loreti, vendiendo desde un alfiler a una manta. El matrimonio también era propietario del bar Oásis. Ya en Madrid, a Javier Cámara no le costó mucho esfuerzo ganarse la vida como camarero durante los primeros meses y después, durante tres años, de acomodador en el teatro Fígaro. En sus horas libres estudiaba interpretación en un centro, gracias a una beca que le concedieron. Cuando la tramitaba, hubo de facilitar el número de una cuenta corriente bancaria. Como quiera que no disponía de ella tuvo la ocurrencia de facilitar la de su familia, en el pueblo. Pasadas unas semanas, Javier se interesó por las transferencias y su madre, doña Araceli, le respondió: "Hijo mío, ese dinero me lo he gastado en una televisión de color".
La primera película en la que Javier Cámara lució su careto fue Rosa Rosae. Su director, Fernando Colomo, lo había descubierto en una función teatral y le asignó un papelito. Un año después, en 1994, tuvo un golpe de suerte cuando le ofrecieron el papel de antagonista de la serie ¡Ay, Señor, señor!, frente a Andrés Pajares. En la pequeña pantalla tuvo ocasión asimismo de intervenir en Siete vidas, donde su madre de ficción, Amparo Baró, le enjaretaba collejas a diestro y siniestro. Y así, poco a poco, fue subiendo escalones hasta llamar la atención de Pedro Almodóvar, con quien ha rodado tres filmes: Hable con ella, en 2002, en el papel de Benigno; La mala educación, dos años más tarde, interpretando a "Paca, el travestí", y en 2012 Los amantes pasajeros. De la mano del director manchego pudo asistir a la entrega de los Oscar, alucinando entre tantos famosos del Séptimo Arte, a los que admiraba desde siempre. Fue objeto de un Goya al mejor actor, en 2014, por su excelente trabajo en Vivir es fácil con los ojos cerrados, de David Trueba. Le propusieron rodar en inglés y marcharse a Hollywood, pero él tiene los pies en el suelo, sabe que eso le resultaría difícil, que no conseguiría interpretar papeles a su gusto, y resume así la cuestión: "Es que eso no me pone…".
De Javier Cámara se dice que cambia de aspecto físico en cada película. Sus caracterizaciones son un prodigio, aunque odia usar peluquín o que le coloquen un postizo. Reivindica, siempre que le es posible, su familiar calva. Almodóvar le dijo un día: "Tú no te pareces en realidad a nadie; por la cara que tienes puedes hacer de cualquier personaje, hasta de psicópata". Aunque va poco a su pueblo no olvida su lugar de nacencia. Allí lo recuerdan como "el hijo del labrador". Y se tiene por un tipo normal aunque haya de afrontar ese peaje de popularidad cuando por la calle le piden un autógrafo o el ahora tan latoso "selfie". Sus paisanos lo premiaron con la Medalla de Bellas Artes del Gobierno de la Rioja el pasado 9 de junio, en un emotivo acto en San Millán de la Cogolla. A Javier se le humedecieron los ojos, pues en esa misma fecha, años atrás, falleció su padre, quien no llegó a conocer los éxitos del hijo actor. Del que se conoce bien poco de su vida privada. "Vivo solo en Madrid y bien acompañado de mí mismo", rezonga, celoso de esa intimidad.
En tiempos de crisis para casi todo el mundo, a Javier le siguen llegando guiones, que desecha en general si no le convienen. Señal de que puede permitírselo. Así, en pocos días tiene pendiente el rodaje en Francia de Le mal de pierres, a las órdenes de Nicole García, junto a Marion Cotillard. Es la historia de un trío amoroso, un "ménage á trois", que se dice allí. Luego nuestro actor riojano está acreditado en el cinema galo. Y, de cara a la próxima temporada, ya en otoño, Javier Cámara tiene puestas sus esperanzas en el estreno de sus últimos rodajes. Uno, El tiempo de los monstruos, donde tuvo por compañeras a sus buenas amigas Candela Peña y Carmen Machi. Película complicada tanto por su argumento como por las circunstancias que rodearon su filmación: pocas fechas antes del primer golpe de claqueta falleció Dunia Ayaso, compañera sentimental y artística del director Félix Sabroso. El otro estreno es "Truman", donde Javier Cámara se reencontró con su admirado Ricardo Darín, historia de dos viejos amigos que se reúnen después de muchos años de distancia. Es una comedia tierna e irónica; un mano a mano de dos grandes de la interpretación.