Un compositor es recordado por su música, no por su nombre. Sobre todo si se dedica a las bandas sonoras. Pero no deja de tener un componente agridulce que cada vez que le llega a uno de ellos el triste final – sea Maurice Jarre, sea John Barry-, siempre se dé la misma situación: -"¿Y ese quién era?" -"El de la música de Titanic"-"¡Ah, sí!".
Las bandas sonoras suelen gustar a aquel que disfruta con la música y con el cine, pero son pocos los que realmente profundizan en ese mundo, los que siguen a los creadores como a estrellas del rock, los que gastan su dinero en -por lo general, caros- discos y -escasos- conciertos. En este círculo, James Horner ha sido de los que ha levantado pasiones.
A favor y en contra. Sus fanáticos, esgrimiendo como argumento ese puñado de obras memorables que Horner compuso desde los 80: la arrolladora Krull, una prodigiosa composición para un film que nadie recuerda; Cocoon y El nombre de la rosa, dos éxitos comerciales que le aportaron notoriedad; Aliens, el regreso, que supuso el inicio de la fructífera relación con James Cameron; En busca del valle encantado, su primera obra maestra; Campo de sueños, de las más emblemáticas de los 80. En la primera mitad de los 90 alcanzó la perfección, tanto en películas pequeñas -En busca de Bobby Fischer, El hombre sin rostro, quizá su partitura más delicada, más introspectiva- como en taquillazos -Braveheart, Leyendas de pasión-. En 1997 llega Titanic, su punto álgido de popularidad, pero no compositivo.
A partir de ese trabajo -bello y correcto, pero que no se cuenta entre sus mejores títulos- comenzó una errática época de sequía, abundante en autorreferencias e inspiraciones poco o nada sutiles en otros maestros -comparen, si no, La lista de Schindler y Enemigo a las puertas-. Es este Horner el que denuncian sus detractores: el de Deep Impact, el de Troya, el de El niño del pijama de rayas, todas igualmente insípidas.
Con Avatar renació: el Horner que nos había emocionado, asustado, conmovido durante años parecía haber regresado. Un éxito de crítica y público que no tuvo la continuidad esperada: tan solo The amazing Spiderman destaca en su trayectoria de los últimos seis años. Nunca sabremos si fue un espejismo, si aún tenía cosas por contarnos. Ese secreto se ha marchado con él. Nos queda su música: si el protagonista de Una mente maravillosa era un caleidoscopio de matemáticas -así se titulaba en la banda sonora el tema principal-, Horner lo era de notas. Acuérdense de este nombre, James Horner, aunque solo sea por hoy. Aunque ustedes no lo supieran, en algún momento de sus vidas les hizo soñar.