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Rafaela Aparicio, 'la chacha' del cine español

La actriz estuvo trabajando hasta dos años antes de su muerte.

Rafaela Aparicio | Fotograma

En el mundillo de la farándula se ha dado siempre la peculiaridad de encasillar a populares actores en papeles repetidos. Así, a Rafaela Aparicio le endilgaron un día el personaje de una criada. Tan bien lo hizo que durante un montón de años se convirtió en "la chacha del cine español" (sin olvidarnos, desde luego, de Gracita Morales, que le disputó esa misma leyenda). Ahora se cumplen diecinueve años de su muerte, que le llegó el 9 de junio de 1996, ingresada desde dos años antes en la residencia La Santina, del barrio madrileño de Canillejas.

Quisimos verla un día, pero Rafaela ya no reconocía a nadie, perdida por completo su memoria, y ni siquiera supo quién era su compañera del alma, Florinda Chico, cuando fue a visitarla. Contuvo las lágrimas quien había sido su sobrina en la ficción televisiva de La Casa de los Martínez, que las encumbró en toda España a finales de los años 60.

Conocemos algunas anécdotas de entonces. Una, cuando ambas acudieron a una iglesia cierto día que se estaba celebrando una boda y el oficiante, al advertir la presencia de ambas actrices, ajenas desde luego a la ceremonia, interrumpiéndola, se dirigió a ambas… pidiéndoles que le regalaran "la llave de la Casa de los Martínez". (En aquel programa se entregaba una llave a los invitados que recibía el matrimonio protagonista). El presidente y fundador de El Corte Inglés, don Ramón Areces, les regalaba a cada una, temporada tras temporada, un cheque de cien mil pesetas para adquirir por ese importe cuanto quisieran. En más de una ocasión, algún matrimonio se dirigió a ellas para contratarlas como sirvientas. En concreto, Rafaela Aparicio me contó esto: "Alternaba yo La casa de los Martínez con una obra de teatro cuando una tarde, el terminar la función, entró a verme un matrimonio diciéndome que deseaba que me fuera con ellos a su casa, de chacha, advirtiéndome que, siendo gente sencilla no sabían si podrían pagarme lo que a su juicio yo valía. Pero hubo también un señor empeñado en casarse conmigo y al preguntarle yo que por qué me hacía esa proposición me dijo que es que yo hacía estupendamente las labores caseras".

Rafaela Aparicio, que había nacido en Marbella el 9 de marzo de 1906, se hizo cómica gracias a su padre, antiguo marino mercante quien, el retirarse, fijó su residencia en Úbeda donde se convirtió en empresario teatral, lo que facilitó que su hija cumpliera su sueño adolescente de ser actriz. Ya en Madrid, antes de la guerra civil, debutó en el viejo teatro de la Comedia, donde la motejaron como la menúa, en razón de su breve estatura. Por lo común representó siempre más comedias que dramas: "¿Una mujer como yo, pequeñita y fea, en una tragedia? ¡Quita, quita! Eso siempre hubiera dado risa". Pero carcajadas fueron las que durante más de seis décadas rubricaron sus felices actuaciones teatrales, televisivas y cinematográficas. Desde su primera actuación escénica con El orgullo de Albacete a la otra serie de éxito en la pequeña pantalla, La tía de Ambrosio y en el cine, intervino en centenar y medio de títulos, destacando en uno de los pocos papeles protagonistas que le ofrecieron, Mamá cumple cien años, a las órdenes de Carlos Saura.

Por lo general, siempre trabajó en cometidos secundarios en la pantalla, siendo en el teatro donde encabezó muchos repartos. Podría haber sido millonaria, pero ella misma se sinceró así conmigo: "Nunca he sido ambiciosa en esta vida. De haberme aprovechado de mi popularidad sí que hubiera ganado más dinero, pero en tal caso arriesgándome como empresaria. Y no quise. Siempre fui contratada; con un sueldo". Vivía modestamente, como yo mismo comprobé, al visitarla en su sencilla vivienda, a espaldas del comienzo de la avenida de América, exactamente tras el edificio madrileño de la UGT. No se correspondía con la popularidad que disfrutaba la extraordinaria y queridísima actriz. Piso que compartía con su marido, otro estupendo actor, Erasmo Pascual.

Supe por boca de ella misma algo curioso: "Nosotros nos conocimos en Barcelona y nos casamos en 1933. Unos años después de la boda quisimos sacar una copia de la partida matrimonial y resulta que no la encontramos pues la iglesia en la que celebramos la boda se había quemado. Total, que nos quedamos solteros y así continuamos, juntos y felices". Lo que no me dijo Rafaela fue que tanto él como ella habían celebrado, en tiempos de la República, sendas uniones: Erasmo, enviudó, y Rafaela se había separado de su primer marido, con quien convivió año y medio. De ese "matrimonio sin papeles posteriores", tuvieron dos hijos, Asunción, que quiso ser actriz y acabó de sastra teatral, y Erasmo, galán de poco éxito en el cine que terminaría como jefe de cabina en la compañía Iberia.

Ya nonagenaria le pregunté a Rafaela si no se cansaba de trabajar sin descanso: "Nada, nada… Yo necesito trabajar, a mí el teatro me da vida, sin ese ambiente yo me moriría". Y, en efecto: estuvo al pie del cañón hasta que su salud se lo permitió, pisando los escenarios, en tanto que se despidió del cine en 1994 con una comedia del infortunado realizador Ricardo Franco, ¡Oh, cielos! Ese año su hijo decidió ingresarla en una residencia de ancianos. Gentes de la profesión lamentaron esa circunstancia, pensando en lo disgustada que debía estar Rafaela, fuera de su casa. Lo cierto es que se agravó y, como decíamos, se fue de este mundo ya con la mente perdida, incapaz de hilvanar ningún recuerdo. Nosotros no la hemos olvidado al cumplirse este decimonoveno aniversario de su muerte.

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