Víctima de un cáncer de colon Fernando Rey falleció en su casa de Madrid el 9 de marzo de 1994. Tenía setenta y seis años. Lo enterraron en La Almudena y unos meses después su viuda, la actriz Mabel Karr, trasladó los restos del gran actor a un recoleto cementerio de Alcalá de Henares. De esto hace, por lo tanto, veintiún años. Y a mí no se me han ido de la memoria, entre otros encuentros amistosos, los dos últimos que sostuve con él. Era julio de 1993 y, casualmente, coincidí con Fernando, en un hotel de las afueras de La Coruña, que era su ciudad natal, pero prefería pasar inadvertido, de ahí que se alojara en ese pueblecito, Santa Cruz de Oleiros. Le extrañó verme, quizás creyendo que iba a entrevistarlo, cuando él estaba de vacaciones, casi de incógnito: "Verás, es que un canalla, colega tuyo, ha publicado en la revista donde tú antes trabajabas, un reportaje asegurando que padezco una enfermedad irreversible. No puedes suponerte lo mucho que eso me ha perjudicado, porque ahora las productoras se cuidan mucho de contratarme, sobre todo a la hora de convenir los seguros de vida y accidentes en los rodajes". Compartí con él ese juicio que nos merecía aquel mezquino periodista, falto de ética, que había permitido su publicación en la revista Semana, y creí advertir en Fernando Rey la sensación de que había superado los efectos de una operación quirúrgica a la que se había sometido poco tiempo atrás, de la que esos días de estío convalecía en dicho hotel coruñés situado frente a un pequeño castillo que había pertenecido a la condesa de Pardo Bazán, la gran escritora galaica.
El hijo varón del actor, llamado así mismo como éste, médico de profesión, estaba presente, vigilando sin duda la salud paterna. Quedé con Fernando en visitarlo en el rodaje de su última película, que sería desgraciadamente su testamento cinematográfico. En vísperas de las fiestas del Pilar me trasladé a tierras oscenses, donde rodaba Al otro lado del túnel, dirigido por Jaime de Armiñán. Procuró la productora, siguiendo instrucciones de Fernando y su esposa, que no acudieran informadores al rodaje. Conmigo hicieron una excepción: compartí un inolvidable almuerzo con ellos, asistí al rodaje de algunas secuencias y pude entrevistar al protagonista, ya en el hotelito donde se hospedaba, en las cercanías de los Pirineos. Fue la última entrevista que concedió Fernando Rey cinco meses antes de morir: "Te confieso que necesito trabajar para vivir. Preciso del dinero a mis setenta y seis años recién cumplidos. Pero es que, si pudiera retirarme ahora mismo, no lo haría y no me avergüenza decirlo. Buñuel me decía que en sus últimos tiempos, cuando le comentaba a su médico que se encontraba cansado, éste le reconvenía animándolo a que tuviera proyectos. Y eso digo yo, que un actor que no tenga proyectos está acabado". Pensaba, no obstante, retirarse algún día a La Coruña, donde tal vez hubiera reemprendido las nunca continuadas memorias iniciadas, sobre las que me adelantó: "Contaría, por ejemplo, que estudiando yo en Segovia, me examinó de francés don Antonio Machado, dándome buena nota, papeleta que conservo como un pequeño tesoro, firmada por él, naturalmente". Nos dimos, al despedirnos, un fuerte abrazo. Ya no nos veríamos más.
Fernando Casado Arambillet Veiga Rey había nacido en La Coruña el 20 de septiembre de 1917, en una familia acomodada. Su padre era el general del arma de Artillería Fernando Casado (sin relación alguna con el militar asimismo apellidado, defensor del sitiado Madrid durante la guerra civil). Defensor del Gobierno legalmente constituido fue condenado a muerte. Su hijo, el gran actor, me contaba lo mucho que debió sufrir su progenitor, al que despertaban a medianoche, lo obligaban a uniformarse, pensando que iban a fusilarlo. La madre de Fernando acudió a ver a doña Carmen Polo de Franco en petición de clemencia y el general Franco, amigo y paisano, firmó aquella conmutación de la última pena. Saldría a los pocos años en libertad, en la dura postguerra, años en los que su hijo Fernando hubo de interrumpir sus estudios universitarios (quería ser arquitecto) y para ayudar a la maltrecha economía familiar no encontró otro medio de trabajo que ganarse unas pesetas como "extra" en el cine.
Y así fue cómo, sin vocación alguna, Fernando Rey se convirtió en uno de los galanes del cine de los años 40 en aquellas películas históricas o dramones de Cifesa: Los últimos de Filipinas, Fuenteovejuna, La Reina Santa, Locura de amor, Agustina de Aragón, La Señora de Fátima… Recordándolas, me contaba: "Yo estaba abominable, con aquellos mofletes… Por eso me dejé crecer la barba años después, para disimularlos". Viridiana cambió la suerte de Fernando Rey, hasta entonces, año 1961, encasillado en películas y personajes acartonados. Aquel encuentro con Luis Buñuel significó su posterior aldabonazo internacional. Porque se convirtió en nuestro primer gran actor conocido fuera de nuestras fronteras, sobre todo en los Estados Unidos. Con una filmografía tan interesante como densa, de la que destacamos estos títulos, sólo unos pocos: Campanadas a media noche, con Orson Welles; Tristana; French Connection; Ese oscuro objeto del deseo… Y no podemos eludir su extraordinaría encarnación de don Alonso Quijano en el televisivo Don Quijote de la Mancha que protagonizó para Televisión Española en 1991. Hubo de perder un montón de kilos y rodar en penosas condiciones dentro de una pesadísima armadura, subiéndose a un caballo, adarga en mano, sudando la gota gorda en pleno verano por las llanuras manchegas. "Hasta me rompí una costilla-me contó- pero el resultado fue positivo". Llevaba casado treinta y cuatro años con la actriz argentina Mabel Karr: "Sin ella, no soy nada. La impongo siempre en mis contratos para que me acompañe en mis desplazamientos. Yo tuve aventuras con muchas mujeres, pero todo cambió al casarme con Mabel. La fidelidad es posible cuando se llega muy vivido el matrimonio".