Ya se ha dicho en mil ocasiones: de todos los géneros cultivados por el cine español, el thriller atraviesa un momento particularmente brillante. Y La isla mínima, película que llega apenas unas semanas después del éxito indiscutible de El niño (que quizá podría ocultarla en la taquilla, algo que sería una verdadera injusticia) va a ser a partir de ahora el ejemplo máximo de ello. Alberto Rodríguez, director de After y Grupo 7, podía considerarse uno de los adalides de este instante de oro en el cine de género de pata negra junto a Enrique Urbizu. Aquí, al igual que en el thriller policial protagonizado por Mario Casas, retrocedemos varias décadas atrás, situándonos en el entorno más rural de la Andalucía profunda con una historia que por su ambientación rural y trama ha sido comparada con la célebre serie True Detective... con algo de razón y a la vez, sin ella.
Es el año 1980, y la caza de un asesino de mujeres en las marismas del Guadalquivir sirve a Rodríguez para convocar los fantasmas de la Transición en un thriller donde dos policías de carácter y adscripciones políticas opuestas (uno plenamente insertado en el sistema, otro nacido al calor de la democracia) intentan resolver un crimen en una comarca silente.
La isla mínima es una película que funciona tanto en vertical como en horizontal. Mientras Rodríguez ciñe su narrativa a la investigación policial de un crimen de manera eficaz, enérgica y precisa, la película se le expande en todas direcciones para representar la gran encrucijada de España, las dos Españas, pero no sólo la de izquierda y derecha (la representada en cada uno de los dos polícias) sino también aquella que se depliega lo largo del tiempo, a las incertidumbres entre pasado y futuro y cómo éstas parecen condenadas a encontrarse para siempre. ¿Qué representan estos dos individuos obligados a colaborar juntos, de donde vienen y -sobre todo- a dónde van?. Los planos cenitales que abren el relato, en este sentido, no pueden ser casuales, asemejando las marismas del Guadalquivir, el fascinante marco de la investigación, a la corteza del cerebro humano, avisando al personal del retrato nacional -y abisal- de una España profunda sobre la que se asientan sus poderosas imágenes.
Porque, y dejemos por un momento la filosofía, todo esto Rodríguez lo consigue con la humildad de quien juega respetando las reglas del juego, las que marca un thriller de suspense puro y duro que no se arredra ante los lugares comunes del género y que no se conforma con despacharlos, sino que los trabaja y los dignifica. La isla mínima funciona en lo tangible como un thriller policial redondo en torno a la caza de un asesino en serie, en el que un crimen sexual destapa todos los fantasmas nacionales, y hasta en esa supremacía de la pura trama resulta un ejercicio fascinante de narración cinematográfica. Porque Alberto Rodríguez la filma como un verdadero experto y las interpretaciones, que no se asientan en el tópico político sino que dan carne y sangre a los personajes, funcionan. Atención a la presencia de Javier Gutiérrez, cuya humana, vulnerable y atormentada caracterización de un agente de adscripción franquista, lejos de degradar el conjunto acaba siendo precisamente lo mejor y más misterioso del relato.
Lejos de la rutina que desprendía la visualización de El niño, película que por pura comparación (y al igual incluso que Grupo 7, del propio Rodríguez) queda reducida a estimable, la puesta en escena de La isla mínima es uno de los mejores trabajos vistos en el cine español en un puñado de años. La atmósfera y puesta en escena de la película colaboran con un guión perfectamente cortado y medido y a incrementar la tensión en cada momento, incluso el más aparentemente anecdótico. A partir de ello, y sin necesidad de insistir en lo de siempre, la película nos revela gran cantidad de información política y social (como ese machismo implícito y explícito que recorre el relato) con gran eficacia y sin salirse de los requisitos de la historia, de una trama que de tan compacta, apenas tiene un minuto perdido. Rodríguez demuestra dominio de la cámara y el tempo, mimando cada plano y logrando que momentos de puntual despliegue de acción se inserten perfectamente en la historia. Dos ejemplos entre muchos (por no salirnos de la mitología creada por True Detective) tienen que ver con el sutil uso del plano secuencia, como en la escena del descubrimiento de dos cuerpos o en la persecución -¡a un Diane 6!-, que se visualiza en todo momento desde el interior del vehículo, aunque hay bastantes más. La isla mínima es un contundente y atmosférico ejercicio de gran cine negro, una película tan húmeda y asfixiante como los propios parajes donde se desarrolla y, probablemente -me lanzo a la piscina- la mejor española del año, o aquella que incluso los más escépticos con la industria patria se sentirán cómodos aplaudiendo.