Dirigida por el inclasificable David Gordon Green, de vuelta a las tricheras tras sus incursiones en la comedia gamberra más comercial (Superfumados, El Canguro), Joe da un giro de tuerca a las crónicas de la América Profunda y las small town estadounidenses con un filme atmosférico y tremendamente oscuro, donde los buenos sentimientos aparecen administrados con cuentagotas y tras unas cuantas capas de mugre. La historia, ambientada en Misisipi, describe la relación entre Joe (Nicolas Cage), un expresidiario reconvertido en obrero honesto, y Gary (Tye Sheridan), un adolescente acorraladao por su padre alcohólico. Aunque, como suele ser habitual, el pie de la letra del argumento pueda ocultarnos el tesoro.
Concebida como película indie y arriesgada de nimio presupuesto, y aclamada en el festival de Toronto del año pasado, Joe es un billete de ida a la apodada basura de remolque vista una y mil veces en el terror rural nacido de la seminal La Matanza de Texas, esa que despieza venados en el salón de casa. Sólo que esta vez estamos ante un drama pintoresco sobre la familia y la redención en una América decadente y abandonada.
Gordon Green opta por dar al relato una buena dosis de ambiente, y logra que respiremos la madera podrida y las ropas malolientes de unos protagonistas que rozan la indigencia. Tanto, que a veces el ritmo del relato se resiente en su faceta más palpable. Al director, fascinado por los lugares abandonados en los que ambienta el relato, le cuesta llegar al meollo -nunca mejor dicho- y que conectemos con alguno de sus personajes o situaciones. Sus texturas pesadillescas, su retrato de esa América agresiva pero ante todo triste y abandonada, que ahoga sus penas y sus palpitaciones violentas en alcohol, ahoga un poco el drama personal del joven Gary, que queda perdido en medio de la inmensidad de los paisajes. La película, sin embargo, acaba por resultar fascinante en su oscuro y demente realismo, y cuenta con una fenomenal interpretación de Nicolas Cage.
Joe, drama que adopta la forma de relato de maduración personal y reflexión sobre la paternidad improvisada, es más que eso una fábula triste e inquietante sobre el autocontrol y la violencia (ese perro encadenado que finalmente se libera de ataduras) a la que Gordon Green parece aplicarle un filtro macro. Porque Joe es EEUU, y EEUU es Joe. Se trata de un tratamiento del drama no demasiado nuevo, pero radicalizado en su retrato de la cutrez: las texturas oscuras del filme, en el que caben la psicopatía y el asesinato, dejan no obstante resquicios para la esperanza y el cambio.
No resulta casual que el joven protagonista de Joe sea Tye Sheridan, visto en otra fábula de juventud y descubrimiento como fue Mud, en la que Matthew McConaughey recuperó el amor de la crítica poco antes de su Oscar por Dallas Buyers Club. Se trata de un rol similar al que aquí afronta Nicolas Cage, en un papel de esos que devuelven la reputación perdida.
Joe, un obrero rural asume el papel de figura paterna para un joven maltratado, es un tipo oscuro y ambiguo que afronta sin saberlo la oportunidad de su vida, aunque tras tanta dosis de suciedad moral a Gordon Green le cueste conmovernos con el tema. No creo tampoco que sea esta toda su intención. Donde sí coincidiremos todos es en que la película ofrece a Nicolas Cage la oportunidad de redimirse casi tanto como su propio personaje. El sobrino de Coppola, casi siempre infravalorado (incluso en sus peores momentos, Cage casi nunca ha pecado de aburrido) pasa aquí de protagonista de memes de internet a retratar con contundencia a un personaje tan grotesco como es habitual en él, pero cuya tristeza lo convierte en alguien de carne y hueso. El actor refuerza esa identificación persona-personaje con todas las herramientas de su oficio: Joe, sobre el papel, en el fondo no se distancia demasiado de sus habituales héroes de acción (un exrecluso en busca de redención pero que resulta letal una vez se desencadena la violencia) pero todo en él parece distinto. Con una ligera poda de metraje, la cinta hubiera mejorado, aunque francamente nadie le pedía a Gordon Green un retrato amable de la white trash.