El revival de acción ochentera merecería una reconsideración al margen de factores nostálgicos. El razonable éxito conseguido por Sylvester Stallone en sus últimas aportaciones a las sagas de Rambo o Rocky, o la propia saga de Los Mercenarios, en la que une sus destinos a la de casi todos los héroes masculinos de acción de los ochenta y noventa... La acción "old school" cultivada por estos astros del videoclub y los éxitos de los 80 no viene solo a satisfacer los bajos instintos del sector freak del público de multisalas, sino a aportar una dosis de refrescante y real personalidad en la cartelera, a reafirmar un paradigma propio de otra época pero en realidad nada monolítico: se trata de películas que, al fin y al cabo, abrazan con gusto el crepúsculo de sus estrellas, que incorporan a su propio discurso ese machismo y violencia propia de "otras épocas" atávicas. Y tan a gusto.
Los Mercenarios 3 viene a abordar ese simbólico pase de testigo a las nuevas generaciones en una trama en la que los "viejos" mercenarios y los "nuevos" se ven obligados a trabajar juntos. Ese, y el más moderno de familia disfuncional parecen ser los leit motiv de la película dirigida por el fichaje estrella Patrick Hughes, junto a algunos guiños que la audiencia criada con esos títulos pillará al instante (la "evasión fiscal" del personaje de Snipes).
El problema es que, a diferencia de las entregas previas dirigidas por el propio Sly o Simon West (Con Air: otra a reivindicar, esta vez de los noventa), a Hughes se le deshace la película en las manos. Sin el pulso ni la ambigüedad política que Stallone, como director, otorgó a la primera, ni el trepidante ritmo que le imprimió el director británico a la segunda (que quedará como la mejor de la serie), Los Mercenarios 3 viene a ser la menos violenta y también la más larga de todas ellas. Con un pie ya metido en la narrativa de blockbuster "moderno" (una evolución bastante natural a nivel de guión) pero afectada por un ritmo pastoso e irregular, la película que debería haber supuesto el gran fin de fiesta de las viejas glorias del cine de acción (que, hay que decirlo, retienen todo su encanto) acaba siendo la menos compacta y la menos interesante en cuanto a la pura artesanía de sus escenas de acción. Hughes desaprovecha también las oportunidades para hacer verdadero metacine, comparando el cavernícola proceder de los antiguos mercenarios con los nuevos, más dados a la exhibición tecnológica a lo "Misión Imposible", durante toda una sección de la película, por lo que podemos concluir que no ha captado de la misa la media.
No hablo de falta de refinamiento en la puesta en escena, que francamente no hacía falta. El nuevo director no sabe reforzar los puntos fuertes que le dejaba el guión, más blando moralmente que el de las entregas previas (los mercenarios, velando a uno de los suyos en el hospital) ni acierta a reflejar la dudosa moralidad del villano interpretado por Mel Gibson, cuyo pragmatismo o locura nunca llega a destacar pese a la interpretación del actor. Gibson, por cierto, pide a gritos un largometraje para devorarlo él solo, eso lo sabemos todos sus admiradores. Además, el Hughes insiste en recurrir a los efectos digitales baratos y sólo insufla vida a la película en su numerito final, por fin tan físico, extenso y pródigo en "one-liners" como era de esperar (atención a la frase final de Stallone, ahora sí, verdaderamente histórica).
Ese tono más entrañable que duro, y la presencia de un Antonio Banderas más desatado que nunca (más aún que en la película que cruzó su camino con el de Stallone, la poco célebre Asesinos) son lo mejor de un largometraje simpático, pero menos brillante de lo que nos habría gustado. ¿Dónde te metes, John McTiernan?