No hay actor que comparársele pueda. Y no porque haya sido el mejor, que también; el más bello, que también; o el más polémico, que también. Sino porque su forma de actuar era tan diferente a la del resto que se convirtió en más que un intérprete, una leyenda. Zeus en el Olimpo del Método, toda su generación intentó parecerse a él, de James Dean a Paul Newman, mientras que los actores clásicos, de John Gielgud a James Mason, lo respetaron cuando contemplaron boquiabiertos su Marco Antonio en el Julio César de Mankiewicz.
Si Brando fuese Zeus, el obeso y deforme Charles Laughton sería Hefesto. Tan diferentes en la interpretación, de la contención irónica del americano al histrionismo sarcástico del inglés, ambos se parecen en la realización de dos obras maestras cinematográficas, las incomprendidas, líricas y moralistas El rostro impenetrable y La noche del cazador. Oponiendo su estilizada nariz al tubérculo que por tal tenía Karl Malden, Brando dirigió uno de los westerns más bellos de la historia del cine, uno de los pocos en los que aparece el mar, y en el que trazó una bella y siniestra parábola sobre la amistad.
Pero Brando tenía la capacidad de dirigir incluso desde la interpretación. El último tango en París sería una película caduca por su vacua pretenciosidad si la capacidad magnética de Brando no se hubiera impuesto a la dirección retrógrada de Bertolucci y la vulgaridad de María Schneider. Y aunque sólo fuese una aparición de unos pocos minutos y entre tinieblas, su presencia invisible vertebra esa película elefantiásica que es Apocalypse Now. Coppola tuvo que modificar toda la planificación relativa a la participación de Brando porque se presentó al rodaje gordo y calvo como un Buda, pero no un Buda feliz y sonriente sino tan encabronado que lo primero que exigió fue no ver en el set a Dennis Hooper. Cada vez más acosado por fantasmas y demonios, a los que utilizaba para dar rienda suelta a interpretaciones sublimes, se sumió en una paranoia bulímica producto de unos genes defectuosos y una cultura podrida. El tipo más bello con el que había paseado Tennesse Williams se había convertido en un adefesio obeso, más parecido al rostro deforme tras las palizas que recibió en La ley del silencio o La jauría humana (nadie mejor que Brando para hacer de enemigo del pueblo) que al querubín travieso de Ellos y ellas. Pero los ojos le seguían brillando con el fulgor de las noches en las que gritaba como un poseso: "Stella!".
Un tranvía llamado deseo, ¡Viva Zapata!, Reflejos en un ojo dorado, El Padrino… el resto de la humanidad preferirá El Padrino 2, pero yo me quedo con la primera parte sólo por la secuencia en la que Brando juega con su nieto entre tomateras. También hizo muchas, muchas películas entre malas y detestables que, sin embargo, merecen verse simplemente para admirar las fugaces y memorables apariciones de Brando, el favorito de Luchino Visconti para encarnar al príncipe de Salina en El Gatopardo (finalmente interpretado por un imperial y perfecto Burt Lancaster, uno de los pocos actores con la energía, el matiz y el control corporal para competir con Brando).
Cuando su profesora del Método, Stella Adler, propuso a su clase de estudiantes de arte dramático que simularan ser gallinas amenazadas por la explosión de una bomba, todos ellos se pusieron a cacarear al borde de un ataque de nervios. Menos Brando, que se fue a una esquina del aula y, en silencio, puso un huevo. Con dos huevos.