Hubo en los umbrales de la Transición aspirantes a estrellas que sólo aportaban un llamativo físico, amén de cualquier ausencia de pudor. Pedirles que, encima, tuvieran un "curriculum" presentable, resultaba excesivo. Pero Margarita García San Segundo, era diferente. Una muchachita de Valladolid, parafraseando el título de una comedia de Joaquín Calvo Sotelo. En esa hermosa capital castellana había nacido el 3 de diciembre de 1953. Con diecinueve años cumplidos fue seleccionada por Chicho Ibáñez Serrador, que tenía buen ojo para ese menester, integrándose en el grupo de azafatas de su programa televisivo Un, dos, tres… responda otra vez. Ya saben: aquellas jovencitas de abreviado "short", con su cantinela de "… diez preguntas acertadas, a veinte pesetas cada una… ¡doscientas pesetas!".
Margarita era en principio morena. Adelantada en su tiempo entre las que fueron destapándose poco a poco, de acuerdo con la aún vigente censura de los últimos años del franquismo. No obstante ella no se apoyaba sólo en ese entonces tan traído y llevado "sex-appeal". Tenía estudios de Filosofía y Letras; también de la Escuela de Arte Dramático de Madrid. Y eso se notaba en seguida cuando la entrevistábamos: conversación fluida, más culta que la mayoría de sus compañeras y un deseo de triunfar más por su talento que por sus evidentes encantos físicos. Lo que ocurrió en su caso es que los productores y directores explotaron más esto bien último; al menos hasta ya bien entrada la Democracia.
Debutó en la pantalla en 1972. Películas de dudosa calidad, entre el "western", el "trhiller" o la comedia de tres al cuarto: El juego del adulterio, Una mujer de cabaret, Los fríos senderos del crimen, Los tres superhombres en el Oeste… ¿Para qué seguir con su filmografía de esa época? Llevaba entonces sus cabellos rubio platino. Rubia oxigenada, se decía. Precisamente, en 1976, el realizador Rafael Romero Marchent la eligió como protagonista de La nueva Marilyn, jugando con el discutible parecido con la estrella de Niágara. Las revistas del corazón apostillaban el mismo mimetismo. Y Agata se dejaba conducir por esa senda de la frivolidad. Siempre tuvo gran sentido del humor. Nos intercambiábamos retruécanos y chistes verdes. Yo creí leer en sus ojos que esperaba su momento, la oportunidad de dar el salto a un cine de mayor entidad.
Lo que no sucedería hasta 1984, cuando Mario Camus, de acuerdo con el productor del filme, actor en tiempos pretéritos, Julián Mateos (tempranamente desaparecido) la eligieron para un soberbio reparto en la versión fílmica de la novela de Miguel Delibes Los santos inocentes. Incorporaba allí el personaje de una desvergonzada que le ponía los cuernos al encargado de la finca extremeña de la historia, papel desempeñado por el "perpetuo cabreado del cine español", un sensacional Agustín González. Con esa película Agata Lys se quitó de encima el eterno sambenito de "tía buena". Que seguía estándolo… pero sin apoyarse en ello para lucirse como formidable actriz. Volvió a demostrarlo en 1996 en Táxi, de Carlos Saura y en Familia, de Fernando León. Entonces dejaron de llamarla y optó por ganarse los garbanzos en una serie de televisión, Amar en tiempos revueltos, donde estaba magnífica, plena de ironía, y más frecuentemente en el teatro: fue la Porcia de El mercader de Venecia, entre otros trabajos de relieve.
Y, conforme su espectacular físico fue adaptándose al paso del calendario, ella aceptó que ya no podía seguir exhibiéndose como un mito erótico del pasado. Por el contrario, fue reafirmando cada vez más sus mejores condiciones dramáticas, una vez iniciado el primer decenio del nuevo siglo. Le perdimos la pista, como si se hubiera esfumado para siempre. Pero fue una mujer inolvidable en aquellos años del cambio.