No sé si es intencionado que Need for Speed, la adaptación de la legendaria franquicia de videojuegos de Electronic Arts, alcance su clímax en un faro. Dejando de lado pulsiones extrañas y significados ocultos (a lo mejor es que un servidor tiene un serio problema), la apología de la masculinidad choni de la película interpretada por Aaron Paul es latente y supura por todos los poros del metraje de la película de Scott Waugh, aunque no siempre de la forma adecuada. El antaño responsable de especialistas y director de Acto de Valor propone una variación de la saga Fast & Furious un tanto inesperada, y más aún viniendo precisamente del medio videojuego: mucho más apegada al asfalto que su referente, Need for Speed opta por regresar a las pasiones juveniles y acrobacias reales de especialistas que se veían en las sesiones de cine de hace un par de décadas, buscando una credibilidad en las secuencias de acción que no acaba de encontrar un contrapeso adecuado.
El problema de Need for Speed es que, pese a la presencia en la historia o la producción de John Gatins (nominado al Óscar por El Vuelo) o Shane Black, (excelso guionista pulp recuperado en Iron Man 3) la película no parece estar demasiado bien planteada. Sin lograr que el argumento se sostenga al margen de las secuencias de acción, que ciertamente gozan de suficiente intensidad, Need for Speed cae en los vicios del melodrama facilón y subraya una vez y otra determinados estereotipos más bien infantiles, cosa que no sería ningún inconveniente... si al menos resultara divertido, visceral, verdaderamente rabioso. Dicho de otro modo: la película naufraga en su intento de contar una historia, de lograr química entre los personajes, sin que Waugh aporte la necesaria ironía, tecnología y músculo que sí tenían las aportaciones de Justin Lin a la saga rival. Porque, aunque cueste creerlo, el realizador hace intentos para que la película se sostenga. La historia de un joven mecánico que, tras pagar por un crimen que no cometió, trata de vengar la muerte de su mejor amigo, parece concebida como una road-movie juvenil de redención y compadreo entre machos, pero el incoherente reparto, la sobreabundancia de secundarios moñas, y la general falta de garra de la historia resienten la fórmula desde el principio. Need for Speed es una película más blandita de lo que debe y quiere ser, y su intención de guiñar el ojo al cine de acción setentero se ve saboteado por vicios más contemporáneos.
Una pena, dado que el viaje por el corazón de EEUU que centra todo el segundo acto de la película, y que parece un brillante product placement para el maravilloso nuevo Mustang GT, ofrecía posibilidades, sobre todo gracias a dos actores tan inesperados como Aaron Paul (en su debut en las grandes producciones tras Breaking Bad) y la joven Imogen Poots. Por suerte, les tenemos a ellos y a secuencias en las que el director Scott Waugh realmente se gana el sueldo: la primera escaramuza urbana y la que sucede en un ambiente rural, que culmina con un coche colgado a un helicóptero, y pensar en el divertimento que pudo ser y no fue.