Y finalmente, Vivir es fácil con los ojos cerrados venció el pulso a La herida. O si quieren, la Academia premió a David Trueba en un año que se quedó a medio camino en todo. Entre el riesgo y desnudez de la película de Fernando Franco o el afán de cine comercial "con estilo" de La gran familia española. Entre la reivindicación y el puro aburrimiento. Entre la ausencia de Wert y la comparecencia de la infanta que, por cierto, se debió llevar toda la indignación del fin de semana. Todo ello en una gala que destacó, precisamente, por no destacar en nada. La labor del maquilladísimo Manel Fuentes, presentador y director del evento, brilló por ser igual de indecisa que ese gran espectáculo del cine español que nos prometen y que nunca llega.
Las protestas en el exterior hicieron anticipar una gala reivindicativa, y desde luego que lo fue. Pero incluso en eso los Goya destacaron por su desgana, su rutina, su aburrimiento. Si algo apagaron los pitidos fue el glamour de una fiesta destinada al olvido. Javier Bardem hizo su papel, pero ya casi es lo mínimo que se esperaba de él, poner el foco de atención sobre todo lo que no son las películas que se presentan. O sea, en él.
Hablábamos de unos Goya repartidos, pero Álex de la Iglesia se reservaba una enorme carcajada. Y entonces, Las Brujas de Zugarramurdi comenzó a arrasar con todo. La película del expresidente de la Academia, el único ninguneado por la institución a la hora de citar la película, se llevó a casa ocho cabezones y condenó al olvido a sus competidoras. Para empezar, a la magnífica Caníbal, que se tuvo que conformar con premio técnico relevante como el de fotografía pese a ser la mejor del pack, y sobre todo a La gran familia española, la más nominada y la única que podía considerarse un éxito mediano (o, mejor aún, un filme con aspiraciones comerciales). Y sí, también la peor de todas las nominadas a mejor película. La Herida tampoco puede quejarse, ya que pudo hacerse con el Goya al director novel y el más cantado de la noche, el de Marián Álvarez como protagonista. De 15 años y un día mejor ni hablamos, no se llevó nada.
La comedia dramática de Daniel Sánchez Arévalo fue la gran perdedora de la noche, conformándose con el Goya a mejor canción y el de mejor actor de reparto para un combativo Roberto Álamo, el tigre de La piel que habito, que le dedicó a Wert una de las peores puyas de la noche ("me has deshonrado"). La victoria de Trueba, con seis premios (película, director, guión, actor, actriz secundaria, música) se puede analizar en clave política. La película, un retrato amable de una España de época, utiliza Strawberry Fields Forever de John Lennon para llamar a la rebeldía en la década de los 60. Y siguiendo por ahí, Trueba emplazó a Wert a "resolver sus propios problemas" antes que trasladarlos a su profesión.
Aunque tuvimos la emoción desbocada de Terele Pávez, que por fin recibió su estatuilla tras décadas de trabajo, hubo que esperar 125 minutos para poder esbozar una sonrisa de la mano del humor friqui y manchego de los Chanantes. Joaquín Reyes interpretó a Ramón Matutes, el ficticio director de 23-F Transformers, la película ganadora del Goya que nunca se hizo, e hizo una curiosa reivindicación en tetas postizas. Fue la única imagen relevante de la gala, la única capaz de burlarse de un plumazo de unos y otros por la vía del humor cafre, sin Jimmy Jump de por medio. Y sí, han leído bien: 125 minutos. Y es que tras una introducción irreprochable, al menos en el plano técnico, la labor de Manel Fuentes como conductor de la ceremonia y director fue un verdadero peñazo incapaz de generar un solo trending topic por puro aburrimiento. Del maquillaje, tampoco hablamos. Y sí, afirmo: conductor y director. Para que sepamos bien quién lo hizo.