Con infinita precisión y sólo aparente distancia emocional, Alexander Payne firma con Nebraska otra gran película y se afirma a sí mismo, si es que ya no lo era, como uno de los más sólidos valores del cine americano. El responsable de Los descendientes y Entre copas ya no es ninguna promesa, se trata de un autor capaz de -aquí lo demuestra- dar un pequeño paso hacia atrás en cuanto a escala y otros dos más en comodidad, pero sin salir de sus propias coordenadas, de su mundo interior y exterior. Rodada en blanco y negro, sin ninguna estrella que respalde una historia más allá de los rasgos ajados de Bruce Dern, sin decorados hawaianos que amortigüen la odisea emocional como en Los descendientes, Nebraska es una road-movie que tiene algo de debut en su reducida escala, pero tan bien medida en su impacto emocional y su esquinado humor que da la medida del estado de forma de su director. Más pequeña, pero más grande.
Padre e hijo se embarcan en un viaje físico y emocional para cobrar un premio de la lotería que no existe. Con esa simple premisa, Payne ejercita músculo fílmico y realiza un realista retrato de la vejez, la locura y las relaciones paternofiliales defectuosas que, sin embargo, apunta a mayores metas. Al igual que Entre copas, Nebraska es una road movie, y eso mismo ya nos adentra en el territorio de la metáfora. Se trata de película de paisajes gélidos y calles vacías, de gente que va al centro comercial y no compra. Una postal de unos Estados Unidos feos y solitarios que, como el monte Rushmore que visitan los protagonistas o esa casa solitaria que en algún momento construyeron los antepasados (y que parece el después de cierta imagen de Sin Perdón) parece un proyecto en reciclaje pero, por eso mismo, a medio acabar. El sueño americano, por decirlo en dos palabras.
Graciosa pero amarga, la película es sobre todo un recital de Bruce Dern, cuya mirada cansada expresa la locura o, más bien, el mundo interior en el que se ha perdido un hombre que no fue ni malo ni bueno, pero que evidentemente se estropeó por el camino. No debería haber nada ni nadie que le disputase el Oscar al actor (que por cierto, recogió el papel tras rechazarlo Gene Hackman) si hubiera justicia en alguna parte de Hollywood. Y va a ser que no. Pero Nebraska, pese a ser la obra más absorta de Payne, también es un viaje sentimental un punto cachondo e irónico. No es Young Adult, otra película de regreso al origen mucho más traviesa y satírica, más autodestructiva (que, por cierto, se merecería otro vistazo) pero en ella Payne demuestra que es ya tan bueno que sabe contener el melodrama sin resultar distante, que puede sujetar la lágrima sin que nos quedemos con las ganas de sentir algo. Y que en sentido opuesto pero misma dirección, hace sátira desde el melodrama, sin perder de vista a ese padre y ese hijo a quienes se les acaba el tiempo para encontrarse en medio de la nada. Y de una manera muy curiosa, lo harán, porque su director es magnánimo sin pasarnos la mano por el lomo. Digo lo que siempre digo: no tengo ni idea de si la película prevalecerá o se olvidará, pero Nebraska es grande, grandísima, grandérrima y a lo mejor (tengan en cuenta que escribo esto nada más verla) hasta lo mejor del año en curso.