Con su gran belleza y fotogenia, pero por encima de todo con su gran capacidad interpretativa, Amparo Rivelles fue, sin dudas de ningún género, la gran estrella de nuestro cine, en la época comprendida entre 1945 y finales de la década siguiente. Desde luego, ella continuó trabajando hasta hace muy pocos años. Casi ocho décadas de trabajo, pues empezó de niña, siendo hija de dos grandísimas figuras de la escena; nada menos que Rafael Rivelles, un galán seductor dentro y fuera de las tablas, y María Fernanda Ladrón de Guevara, todo un carácter, mujer de gran talento y finísimo humor. Me contaba un día Amparito, que es como se la llamó hasta bien sobrepasada su juventud: "Mis padres se separaron cuando yo tenía cinco años y con mi madre comencé a actuar en el teatro. Fue mi maestra en aquellas primeras funciones de La madre guapa. Saltó al cine y fue protagonista de aquel cine de postguerra, cuando Cifesa producía historias aventureras y palaciegas, películas históricas trufadas de amoríos, como Eugenia de Montijo, La duquesa de Benamejí, La leona de Castilla, Alba de América, cuando no de grandes pasiones, Sabela de Cambados, Malvaloca, De mujer a mujer, o de intriga y problemas de conciencia, caso de La fe y El clavo.
Vivió en esa época dos grandes amores. Uno, de gran voltaje, con Alfredo Mayo, el galán barcelonés que mejor lucía sus uniformes en la pantalla. Se cantaba una canción, a ritmo y remedo de las "Coplas de Luis Candelas": "Debajo de la capa de Alfredo Mayo...". Y se aludía a sus relaciones. Estuvieron a punto de contraer matrimonio. Pero luego entró en acción el otro competidor amoroso, un valenciano de agraciado rostro aunque de menguada estatura para ser un perfecto galán, razón por la que usaba alzas en los zapatos: Jorge Mistral. También vivieron un tórrido romance. Pero ella no estaba del todo tan loca por él como él por ella. Y lo dejaron. "Tuve fama de devorahombres; pero jamás me comí a ninguno".
Amparo Rivelles fue madre soltera en 1952. De una niña a la que impusieron los nombres de la abuela, María Fernanda. Y los apellidos sólo de la madre, en aquella circunstancia. Entonces, para la sociedad española, era una afrenta. Pero ella fue una adelantada en su tiempo. Hizo caso omiso de las murmuraciones, no ocultó aquella maternidad y, aunque le negaran el saludo algunos de sus conocidos, mantuvo el tipo sin ningún problema. "Jamás revelé el nombre del padre", me confesaría. Por ese periodo se difundió la especie de que el padre podría ser un oficial del ejército, enamorado de la actriz, que se fue tras ella llevándose de paso una elevada cantidad de dinero sustraída de la caja fuerte del cuartel en el que prestaba sus servicios. Se dijo al respecto que dos jefes vestidos de paisano fueron en su búsqueda y captura a México y pistola en mano lo redujeron, trayéndolo a España para ser juzgado. Esta leyenda con visos de culebrón me la desmentiría la propia Amparo Rivelles cuando finalizaba el siglo XX. Pero, en su día, insisto, sin que se publicara, fue pasto de conversaciones en los mentideros artísticos de la Villa y Corte.
Amparo, efectivamente, se había instalado en México, allá por mediados de los años 50, tras intervenir en Barcelona en el filme de Orson Welles Míster Arkadín. Se había marchado para dos semanas, contratada por un importante empresario... y permaneció veinticuatro años rodando series televisivas interminables, películas, y pisando los mejores escenarios.
Hasta llegó a grabar un disco de boleros. "Me fui, naturalmente, con mi hija". Años felices, con amores nunca confesados en público y una tragedia, la de la muerte de su nieta, cuando sólo contaba ocho años. En uno de sus viajes a Madrid, viví una experiencia emotiva. Estuve en el aeropuerto de Barajas para entrevistarla. El único reportero en aquel instante en el que coincidieron los padres de la actriz. Rafael Rivelles besó caballerosamente la mano de su exesposa. Y ésta, María Fernanda, acercándose a mí, me susurró: "Su compañero, supongo, habrá captado con su cámara fotográfica este momento... Porque, sepa usted que desde que nos separamos, mi marido y yo, hace treinta y siete años, ¡no nos habíamos visto ni hablado nunca, jamás!". Amparo quería muchísimo a sus progenitores, pero estaba más unida a su madre. Y adoraba a su hermano, Carlos, fruto de la segunda unión de María Fernanda Ladrón de Guevara y Pedro Larrañaga, otro buen galán del cine de los años 30 .
Definitivamente, Amparo dejó México, se instaló en su casa madrileña cercana a la Plaza de España y reanudó su vida artística, triunfando en la pequeña pantalla con la serie Los gozos y las sombras, donde trabajó con Carlos Larrañaga por primera y única vez. En el cine, participó en los rodajes de Soldados de plomo, Hay que deshacer la casa, Esquilache, El día que nací yo, Una mujer bajo la lluvia... Y en el teatro: La Celestina, La loca de Chaillot, Rosas de otoño (un añejo éxito que vivió su madre), El canto de los cisnes (donde formó pareja con Alberto Closas, que murió poco después), Los padres terribles...
La última vez que entrevisté a Amparo Rivelles, me confió: "Me canso, a mi edad, física y mentalmente. Pero necesito trabajar en el teatro. Cuando llegue la hora, haré una retirada honrosa". Era una gran mujer y una portentosa actriz.