Hace años Steven Spielberg estrenó Amistad, largometraje que tocaba el tema de la esclavitud de manera menos tangencial que la presente, Lincoln, y que se convirtió en la película más vapuleada (con cierto merecimiento, la verdad) del director de La lista de Schindler y War Horse. Ahora, con doce nominaciones al Oscar debajo del brazo y más de 150 millones de recaudación de taquilla en su propio mercado (una cifra estupenda dadas sus características), el de Ohio puede decir con orgullo que Lincoln le ha resarcido del fracaso de la anterior, uno de sus intentos fallidos de realizar "cine serio" y, dicen, más personal, algo que los detractores del realizador interpretan como concesiones a la crítica del autor de películas comerciales como E.T., Tiburón o En busca del Arca Perdida... y es que, como saben, aún se considera el cine comercial y el personal como categorías herméticas, imposibles de violar y que nunca jamás de los jamases se entretejen.... En todo caso, y al margen de reflexiones de este estilo, resulta fácil adivinar que Lincoln, largometraje que aborda la figura del primer presidente republicano en sus últimas semanas de vida, y que narra fundamentalmente el proceso de aprobación de la 13ª enmienda, que puso fin a la esclavitud en plena y enconada Guerra Civil, se trata de una de las obras más arriesgadas, serias y comprometidas de un director que, a estas alturas, tampoco necesita demostrar absolutamente nada.
Lincoln, efectivamente, se presenta a sí misma desprovista del sentimentalismo y la preciosa marrullería que habitualmente se le achaca a Spielberg, pero siendo a la vez un largometraje cien por cien suyo. De esta forma, la cinta se erige como un relato de estrategia puramente política, una narración meticulosa -¿suspense histórico?- del proceso de aprobación de una enmienda que era, aparentemente, un nuevo revulsivo para continuar la Guerra Civil (y no para finiquitarla) y que sin embargo acabó uniendo una nación entonces compuesta de mil fragmentos, pero no rehusa convertirse en un drama y un retrato humano de un genio visionario nadando a contracorriente. Spielberg, dicho claramente, no aborda el drama histórico como habría hecho Kathryn Bigelow, la directora de La hora más oscura, ya que se muestra tan interesado por la crónica pura y dura –pese al respeto meticuloso y su apego a los hechos, aquí el proceso estrictamente legal de aprobar una enmienda en un Congreso dividido- como por la figura simbólica y el genio de su protagonista, algo que se ratifica en el peso que se le concede a la interpretación de un Daniel Day Lewis seguro de tener una bicoca interpretativa entre las manos.
La gran habilidad de Spielberg es la de pintar toda esta serie de paradojas históricas en un enorme cuadro donde se aborda tanto la intimidad familiar del afectado, sus procesos psicológicos y los claroscuros de su peculiar carácter, como la lucha enconada de éste contra sus adversarios políticos, en ocasiones dentro de su propio partido. Una lucha donde el bien y el mal aparecen claramente dibujados, pero en la que a la vez se presenta una extraña dualidad que es, quizá, la razón de ser de la película: aprobar la enmienda podría suponer continuar la guerra, y acabar ésta implica mirar hacia otro lado y continuar con el status quo anterior... Todo ello en un contexto sangriento que apenas llegamos a atisbar, pese a su prólogo bélico, resuelto en un par de brochazos, y en el que, como reflejo de esa sensación de momento bisagra, sus protagonistas aparecen acosados por sus propias pesadillas, como las de propio Lincoln y su hijo pequeño. La complejidad de la cinta, pese a que el proceso seguido por Spielberg parece claro (narrar, narrar, narrar), adquiere nuevos tintes con un segundo visionado: sólo cuando la situación se resuelve favorablemente, cuando el golpe sobre la mesa de su presidente obtiene el resultado deseado, y por tanto cuando Spielberg obtiene la legitimidad ante el público para entonar su habitual épica rockwelliana, el realizador opta sorprendentemente y de manera anticlimática por mostrar los muertos destripados en el campo de batalla, por abordar el asesinato de su protagonista fuera de campo y, esta vez de manera nada sorprendente en él, a través de los ojos de un niño pequeño.
Es sólo una de las licencias a contracorriente que Spielberg se concede en un largometraje extraordinariamente denso, entretenido a su manera, pero sin una sola condescendencia hacia el público, que sin duda enervará tremendamente al más ansioso de emociones fuertes. Y sí, interpretado con gracia, y aquí no citaremos por enésima vez a Daniel Day Lewis, que hace suyo el personaje desde su primera y magistral escena (un monólogo, cómo no), sino a todo un rico elenco de secundarios que le resuelven la papeleta a director y protagonista, desde un Tommy Lee Jones congraciándose de nuevo con su propia imagen de aguafiestas, hasta Sally Field y ojo, un sorprendente y divertido James Spader.
Lincoln podría considerarse un largometraje difícil de asimilar en la tesitura actual, pero es de todo menos una estafa. Y sobre todo, y pese a estar filmado como Dios, en él no hay ni un ápice de soberbia intelectual por parte de su director. En fin, es una nueva confirmación de su genio.