Colabora
Juan Manuel González

'Elefante Blanco'

Debo confesar que nunca hasta ahora me he sentido especialmente atraído por el cine social, o más bien, por su representación más aceptada y común en estos días. No sé todavía si se trata de un rechazo de plano al cine de denuncia, a la utilización del celuloide como arma arrojadiza política. Al fin y al cabo, siempre he preferido flipar con los thrillers a pie de calle de Sidney Lumet que con la militancia de Ken Loach o la pose fatalista de Iñárritu que, ideologías aparte (y pese al formidable talento con la cámara del segundo), siempre se me ha antojado afectada de un falso objetivismo que, puesto en primer término como está en aquellos, simplemente me saca de la película, cuando no de mis casillas.

Sin embargo, el argentino Pablo Trapero consigue a cada paso obnubilarme con la inmediatez (elaboradísima y nada casual) que transmite su puesta en escena, repleta de espectaculares y expresivos planos secuencia; atraparme con su capacidad para informar gracias a su talento para crear ambientes, y a partir de eso de llevarme a su territorio ideológico (a menudo irreprochable) mediante cintas de ficción dinámicas, oscuras y palpitantes. Lo consiguió en la extraordinaria Carancho (búsquenla y me cuentan) y lo ha vuelto a hacer en Elefante Blanco, un drama que denuncia las lamentables condiciones de vida de 30.000 personas en una barriada de Buenos Aires, y los heroicos esfuerzos de dos párrocos en plena crisis personal, interpretados por Ricardo Darín y Jeremy Renier (precisamente un actor vinculado al realismo experimental de los Dardenne), para cambiar un ápice de esa situación.

Al igual que en Carancho, Trapero narra la lucha de los dos protagonistas como si se tratase casi de una cinta bélica, una buddy-movie fatalista, un relato policiaco ambientado en esa olla a presión que es el elefante blanco del título, un barrio marginal inacabado y repleto de bandas de delincuentes. Elefante blanco es un drama social narrado con la tensión de un thriller, poblado por unos personajes a los que pillamos con el pie cambiado y en pleno momento de debate interno, siempre insertados en un mundo real en proceso de descomposición. Pero lo que brilla es su talento para crear lugares y ambientes verosímiles sin ofrecer la impresión de que nos encontramos ante un ejercicio de estilo.

El comienzo de la película es, en este sentido, formidable: en un puñado de planos, Trapero se las arregla para presentar a ambos curas con una música de tensión ascendente que a un servidor le recordó al más siniestro Carter Burwell, el músico de la particular épica de los hermanos Coen. Poco después, el argentino recurre a uno de sus brillantes planos secuencia para presentarnos el Elefante Blanco del título, que es como se denomina a la gigantesca barriada que hacina a miles de personas en las afueras de Buenos Aires. Y pese a su deuda realista, Trapero muestra un dominio simbólico y visual digno de un Spielberg: en otro momento de la cinta, y de nuevo mediante un estupendo plano secuencia, Nicolás (Renier) debe rescatar el cuerpo sin vida de un vecino en manos de una banda rival, para lo cual debe atravesar varias puertas y estancias como si de un descenso al infierno se tratase.

No obstante, Elefante Blanco resulta un filme menos compacto que Carancho. El romance entre Renier y Gusman -esposa del realizador- es quizá un inserto necesario, pero no deja de ser eso, un inserto que alarga un poco más la película. Trapero sabe mostrar muy bien la crisis de fe de los dos héroes, pero por el camino incurre en alguna contradicción en cuanto a sus posicionamientos. No obstante, incluso en esos titubeos de fondo –la religión es un peso muy grande que Trapero no sabe muy bien si tocar-, el realizador cuenta con la presencia de Ricardo Darín, un actor cuyo carisma y aplomo -no tengo ninguna duda- es el de una estrella de cine.

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