La sombra de la traición es uno de esos thrillers que hace diez o quince años hubieran ocupado un justo lugar en el top ten de la taquilla, pero que ahora se presentan como reliquias un tanto obsoletas. Las referencias del realizador Michael Bradt se sitúan en el cine de acción de los ochenta y el thriller de suspense de los noventa, cintas en las que el buen hacer de un par de estrellas más o menos veteranas, una dirección eficaz y un alguna escena de acción nunca desmesurada era suficiente para rematar películas estimables.
En la cinta, Richard Gere (que parece haber hecho un pacto con el diablo, o con un buen cirujano) interpreta a Paul Sheperdson, un agente de la CIA retirado que se ve obligado a colaborar con Ben Geary, otro del FBI mucho más joven que él, papel que recae en el soso Topher Grace. La misión de ambos es atrapar a un criminal soviético al que se daba por muerto hace mucho tiempo, pero que según todas las pistas es el responsable del asesinato de un alto cargo del Senado de Estados Unidos. Ni que decir tiene que tanto uno como otro tienen asuntos personales que saldar.
Bradt, hasta ahora guionista de éxitos como Wanted o El tren de las 3:10, y que también firma el guión con su colaborador habitual Derek Haas, no ha tenido la misma suerte en su salto a la dirección que con aquellos textos. La sombra de la traición apenas llega al mínimo exigible, si es que llega, ya sea según el baremo de los noventa o el de ahora, y ante la falta de carisma de Topher Grace, el oficio de Gere se revela insuficiente para rellenar los abundantes vacíos de un guión hecho de retales de otras cintas.
Bradt se guarda un previsible as bajo la manga en relación a uno de los personajes principales, pero comete el enorme error de desvelarlo a la media hora de película. Y a partir de ese inverosímil (pero estimulante) giro de guión, tampoco hay mucho más que contar: La sombra de la traición hace ciertos esfuerzos en alterar algunas de las convenciones en el género, y cierto es que por momentos el thriller de espionaje de la Guerra Fría con el que comenzamos hace amagos de transformarse en un thriller de asesinatos sin más, maniobra que podría haber resultado de lo más interesante de haber existido más brío en el guión y la realización. Pero en la agenda de Brandt sólo hay eso, amagos, y aquí nadie se molesta en profundizar en esa tesis sobre los coletazos actuales del comunismo que parece asomar de cuando en cuando. Esa timidez no hace más que dejar en evidencia el absurdo de la propuesta.