Por fin llega a nuestras pantallas John Carter, una costosa producción de aventuras y ciencia ficción producida por Disney, presupuestada en más de 250 millones de dólares, y basada en los relatos escritos por Edgar Rice Burroughs a principios del siglo pasado. La película que ha dirigido Andrew Stanton, realizador salido de la factoría de animación Pixar Studios en lo que significa su salto al cine de acción real (suyas son las fundamentales Wall-E y Buscando a Nemo), ha tenido que pasar por un número incalculable de penurias hasta su estreno, que van desde retrasos en el rodaje, sucesivos remontajes destinados a acortar su duración a poco más de dos horas, y una serie de indescriptibles errores en una campaña de promoción casi invisible, que sin duda, van a dar al traste con las posibilidades comerciales de la odisea.
No obstante, y a pesar de los graves problemas que afectan a la aventura, hay en John Carter suficientes elementos de interés como para no convertir la cinta en la desgracia cinematográfica que se está vendiendo en la prensa. No me entiendan mal: la labor de Stanton, desde luego, no brilla por su intensidad ni personalidad, como tampoco la del lamentable protagonista Taylor Kitsch lo hace por su carisma. Pero lo cierto es que John Carter posee un tono de aventura y ciencia ficción básica, tradicional y familiar que resulta reivindicable para quien esto escribe.
Lo que ocurre es que en John Carter, en efecto, se percibe una notable indecisión por parte de sus responsables a la hora de abordar aspectos fundamentales de la historia, algo que, desde luego, afecta a la fluidez de la misma. Los primeros veinte minutos, en los que asistimos a un prólogo de acción y luego una confusa presentación del héroe, son simplemente un verdadero caos. Stanton opta por introducir al espectador en la compleja trama mediante un prólogo que luego se revela intrascendente, y enlaza con una confusa sección de la historia en la que se presenta al personaje del propio John Carter a través de los ojos de su creador Edgar Rice Burrroghs (una idea tremendamente evocadora, pero completamente inútil en el resultado final), antes de pasar a un flashback en el que por fin vemos en acción al personaje... definido a su vez por un pasado que apenas atisbamos.
Resulta clara desde el principio la incapacidad de los responsables de John Carter de capturar al espectador, de invocar a lo largo de todo su metraje ese sense of wonder, que dirían los norteamericanos, necesario para crear ante nuestros ojos un mundo nuevo, y que resulta un tanto frustrante en una producción de esta escala. Una impresión que no viene tanto del guión –que tampoco es que sea una maravilla, pero que se esfuerza en retratar un mundo complejo y rico como en pocas aventuras recientes, algo que consigue en numerosas ocasiones- como, sobre todo, por un cúmulo de erráticas decisiones de montaje destinadas a acortar la duración de la cinta, y que se superponen a lo que es -efectivamente- un trabajo de dirección bastante rutinario, que nunca logra traspasar la cuarta pared. Stanton, a diferencia de sus películas animadas, en parte por su propia incapacidad y en parte por estas probables injerencias externas del estudio, nunca consigue que empaticemos emocionalmente con el protagonista, de que el armatoste que dirige resulte realmente épico. Algo a lo que no ayuda en absoluto la labor de Taylor Kitsch, cuya cara y cuerpo son más apropiados para un culebrón juvenil que para una odisea de la escala de John Carter.
No obstante, y como decíamos, la película no es el desastre fílmico anunciado. Existe en ella un afán fabulador, una voluntad de entregar un espectáculo de aventuras clásicas de ciencia ficción, tan primitivo y emocionante como la tribu que acoge al protagonista en su aventura marciana. La riqueza del universo imaginado por Rice Burroughs, la sonoridad (muy a lo John Williams) de la partitura clásica de Michael Giacchino, y la riqueza de los fantasiosos efectos visuales, que lucen en pantalla como es debido en una producción del alcance de John Carter, inspiran cierto afecto, y nos instan a imaginar la verdadera película que había dentro de la que finalmente nos ha llegado.