Luces rojas es el tercer largometraje de Rodrigo Cortés, quien hace apenas un año sorprendió a la comunidad cinematográfica y al público con la arriesgada y espléndida Buried (Enterrado). En esta ocasión, sin embargo, el realizador orensano, firmante también del guión y el montaje de una película, no ha logrado el mismo consenso que con su segunda película. Si bien Luces rojas nos ayuda a recuperar la fe en el cine español gracias –de nuevo- a esa nueva generación de realizadores de género a la que pertenece Cortés, la película naufraga debido a un exceso no exactamente de pretensiones, sino más bien de intenciones.
La película sigue a la profesora Margaret Matheson (Sigourney Weaver) y su ayudante Tom Buckley (Cillian Murphy) en su labor de estudio y desenmascaramiento de distintos fraudes paranormales. Dos profesionales aparentemente escépticos cuyas creencias y amistad será puesta a prueba con la reaparición de Simon Silver (Robert de Niro), un legendario prestidigitador y mentalista de intenciones desconocidas, pero probablemente aviesas.
En Luces Rojas, la necesidad de presentar los hechos como un constante acto de prestidigitación acaba pasando factura a la película, sobre todo a lo largo de un desenlace que naufraga en sus pretensiones de intensidad y trascendencia. Cortés se esfuerza tanto en sorprendernos que, ya la segunda mitad del filme, se olvida de cogernos de la mano y simplemente narrarnos la historia. Nada de esto tendría importancia, o al menos demasiada –Brian De Palma nos lo ha demostrado en un par de ocasiones-, si el dilema que plantea Luces Rojas resultara verdaderamente interesante, si la cinta consiguiera introducirnos en el debate de fondo entre ciencia y parapsicología, entre racionalismo y fe, verdad o mentira, como lo hizo en su momento Zemeckis con Contact –salvando las mil distancias entre ambos largometrajes-, o como Christopher Nolan en El truco final, una referencia más cercana a los procedimientos de Cortés.
Pero lo cierto es que la película no llega a recuperar las buenas impresiones que genera su excelente primer tercio, en el que Cortés todavía se beneficia de la labor de una espléndida Sigourney Weaver y del cúmulo de sugerentes propuestas y pistas falsas que va diseminando a lo largo de la cinta.
La contrariedad que habita en Luces Rojas es que es precisamente esa importancia, la que le da Cortés a los hechos que presenta, la que otorga a la película todo su atractivo. Pese a que el realizador gallego nunca tiene claro si lo suyo es el puro juego o verdaderamente adentrarse en las cuestiones que plantea, la puesta en escena que despliega por el camino es brillante más allá de toda medida, y gracias a ella es capaz de dar interés por sí misma –pero no en relación al conjunto- a cada una de las secuencias que componen la cinta. Las interpretaciones que obtiene de su acertado elenco no le andan a la zaga, y en general todo desprende la impresión de que estamos ante una producción tremendamente costosa –pese a haber sido rodada con poco más de diez millones de dólares- llevada a cabo por un realizador absolutamente convencido de lo que cuenta.
Cortés se confirma, por tercera vez consecutiva, como un director capaz de armar una puesta en escena impresionante y todo lo que se proponga, pero a quien le ha faltado, quizá, un coguionista que aglutinase el cúmulo de ideas estimulantes que disemina a lo largo de su guión. Luces Rojas es una cinta histriónica, incoherente y creo que fallida, pero sería injusto no mencionar la explosiva, apabullante y entretenida concepción del artificio de Cortés, una capacidad que lo debería aupar al Olimpo de realizadores españoles en Hollywood... si es lo que él desea. Posibilidad de elegir, desde luego, no le va a faltar.