Antes de abordar nada, pensemos por un momento en Steven Spielberg. El realizador, que dejó pasar tres años entre la espléndida Munich (2005) y la fallida cuarta entrega de Indiana Jones (2008) se ha descolgado, en apenas unos meses y sin aparente esfuerzo, con una cinta de animación de vanguardia, Las aventuras de Tintín, y la presente Caballo de batalla, un drama bélico narrado en clave de cuento de hadas y basado, a la vez, tanto en la novela juvenil de Michael Morpurgo como en la adaptación teatral de ésta.
Y si me permiten otro párrafo a modo de inciso, pensemos también en lo insólito que resulta que dos realizadores de más de sesenta años, como son el propio Spielberg y Martin Scorsese, con esa obra maestra que es La invención de Hugo, acusados en más de una ocasión de finiquitar el Nuevo Hollywood de los setenta que ellos mismos abanderaron, hayan sido capaces de elaborar dos de los espectáculos de Hollywood más nostálgicos, clásicos y -genial paradoja- vanguardistas de los estrenados en el último año.
En Caballo de batalla, el realizador ha abordado el conflicto bélico de forma más simbólica que nunca, desde los ojos de un caballo... pero sobre todo desde el propio cine. El filme es la historia de amistad entre el joven Albert y Joey, un caballo de granja que es vendido a la caballería británica para luchar en el frente de la Gran Guerra. La alegoría de Spielberg bebe al menos de dos fuentes, la que le proporciona la herencia del cine clásico norteamericano, y la de su propia trayectoria como realizador. En este sentido, Spielberg parece estar echando un pulso con el propio Spielberg, haciendo convivir la faceta más sentimental, romántica y evocadora del autor de E.T., con aquella que se atrevió a abordar todas las caras de la guerra, ya sea el Holocausto o el desembarco de Normandía, con una crudeza insólita e inesperada. Sorprendentemente, y para demostrar que el realizador no se arrepiente de ninguna de las dos, o de que ambas son ya indisolubles, es el primer Spielberg el que sale (aparentemente) vencedor de esa tensión creativa.
Lo que en principio podría parecer una regresión, en manos de Spielberg supone una mirada a sus orígenes como forma de caminar hacia delante. El realizador abraza el universo simbólico del cine épico y clásico con fruición, confía ciegamente en el relato que enuncia sin cinismo y sin un atisbo de ironía. Se trata de una decisión deliberada, de una opción artística tan criticable -por su tono solemne, pero nunca pretencioso- como llena de sentido, en la que Spielberg, sin embargo, vuelve a situarse a la vanguardia del cine, atreviéndose a deconstruir el cine clásico y la tragedia de la Guerra... ahora a través del discurso de Hollywood, devolviendo todo su valor y emotividad a uno y otro desde la mirada inocente y heroica de un animal.
Pero todavía más que eso, lo que de verdad importa en Caballo de batalla, y lo que la diferencia de algún que otro fiasco como la melosa Amistad, es la fastuosa e infinita capacidad de su autor de narrar a través de las imágenes y la música de John Williams. Spielberg trata de liberarse de ataduras innecesarias, intenta prescindir (casi siempre) de palabras y hasta, por qué no, de renunciar al mismo guión, entregándose al puro pictoricismo visual en un viaje sensorial y sentimental que requiere liberarse de límites racionales.
Spielberg demuestra que no hay nadie como él a la hora de extraer puro oro de instantes aparentemente intrascendentes, de dirigir la mirada del espectador a un lado y a otro de la imagen y utilizar áreas inéditas del plano para buscar la emoción. El joven Albert colocando a Joey el arnés (escena en la que Spielberg se atreve a implicar de manera magistral la mirada... ¡de un ganso!) o dando de comer por primera vez al caballo, en uno de los primeros momentos, creo recordar, en los que Williams destapa su maravilloso tema central; la ejecución de dos de los protagonistas de la historia, escondida por el girar de un molino, o el punto que compone un jersey que se transforma en los surcos de un campo arado en una asombrosa transición...
Son destellos constantes de genio que conviven con set-pieces emotivas y apabullantes, como las de Joey arando por primera vez (la mejor escena del filme); galopando por la trinchera en pleno bombardeo; o las dos ocasiones en las que salva la vida a su compañero de fatigas (la primera colocándose él mismo el arnés, y la segunda ofreciéndose a tirar de las armas pesadas). No obstante, también existen momentos en los que el filme ofrece todo lo que lleva a través del diálogo: el Abuelo, interpretado por un excelente Niels Arestrup (Un profeta) trazando un paralelismo entre Joey y una paloma mensajera, o ese episodio, entre surrealista y spielbergiano, en el que dos soldados de bandos opuestos arriesgan sus vidas para liberar de los alambres de espino a la criatura.
Dicho esto, Caballo de batalla resulta un filme un tanto desequilibrado e imperfecto. Su mejor parte es la primera mitad, y luego se entrega a una estructura episódica que no siempre funciona. Y desde luego y efectivamente, no es la mejor película de Spielberg. Pero tal y como me dijo un amigo, representa todo aquello por lo que algunos de nosotros, los más afortunados, seguimos yendo al cine.