El remake de la película dirigida por Henry Hathaway en 1969, que reportó a su protagonista John Wayne su único Oscar de la Academia, prefiere acudir a la novela original de Charles Portis para presentar un western puro, duro y a la vez contemporáneo (y por lo tanto, más cínico) que -oh sorpresa- ha sido dirigido por los hermanos Coen. O quizá no tanto. En todo caso, el resultado es una película maravillosamente actuada, filmada y montada, gracias al equipo habitual de Joel y Ethan Coen (la labor del director de fotografía Roger Deakins y su montador Roderick Jaynes, pseudónimo éste de... los propios Coen, es simplemente soberbia) que es simultáneamente un western y una película de los Coen, y ambas cosas al cien por cien. Con producción de Steven Spielberg, el resultado es un filme nominado a diez Oscars.
En Valor de Ley los Coen elaboran un western que recoge perfectamente el sustento mítico y tradicional del género y a la vez lo empapa del espíritu de los dos hermanos. Y lo hace sin socavar los lugares comunes del mismo, a los que aplica sin ningún tipo de cortapisa ese aire taciturno, sucio y esa pulsión pesimista que late en el corazón de todas las obras de los Coen. Como si una perfecta precuela de No es país para viejos se tratase, los estallidos de violencia imprevisible y salvaje (esa escena en la cabaña...), la angustia existencial y el humor socarrón de la pareja brillan con luz propia y encuentran el perfecto vehículo en la memorable composición de Jeff Bridges (que reedita y amplía su personaje de El gran Lebowski) y Matt Damon, que sirve de perfecto aderezo para el que, en realidad, es el gran descubrimiento del filme: la niña Haylee Stanfield.
Valor de Ley es un relato de sentimiento y épica amortiguadas, pero épico al fin y al cabo. El oeste de los Coen es un lugar frío, gris y deshumanizado, y sus texturas se asemejan más a lo visto o leído en La carretera –historia, no en vano, de Cormac McCarthy, autor de la novela No es país para viejos- que al oeste más clásico. Pero el nihilismo de sus autores no está destinado a demoler sus convenciones sino a aportar un tono distinto y a la vez respetuoso a un relato alegórico y aventurero que, en sus manos, se torna angustioso y pesadillesco (el desenlace tiene lugar en una cueva, donde una serpiente tendrá un papel fundamental...). De esa manera, figuras como la venganza, la Justicia y la familia, por no hablar de la aventura típica en un relato iniciático, trabajan en buena conjunción con el universo de angustia vital, citas bíblicas, y finales made-in-Coen sin anular la diversión de lo uno o lo otro. ¿Qué más se puede pedir?. Quizá a Jeff Bridges como un vaquero borracho de inesperada puntería, pero eso también lo tenemos...