Cada año 8.000 cartas de amantes separados llegan al balcón de los Capelli en Verona, la casa donde supuestamente tuvo lugar el romance que Shakespeare inmortalizó en su inmortal Romeo y Julieta. Allí, un grupo de desinteresadas mujeres se dedican a contestar los textos para consolar a los despechados tórtolos. Y allí es donde llega también Sophie, una estudiante norteamericana de turismo por Italia que, sorprendida por el afán de cortejo de los italianos, se compromete a tratar de arrimar de nuevo a una veterana pareja separada hace décadas, sin sospechar que el amor está a punto de llamar a su propia puerta...
Cartas a Julieta, que se estrena el 8 de octubre en cines, viene a engrosar las filas de la comedia romántica hollywoodiense, género que viene ignorando las advertencias de grave agotamiento con productos con el ingenio en estado de coma y el sentido del humor rebajado al mínimo. Cada muestra del mismo queda relegada así a un consumo sin complicaciones, a simples y anedóticos panfletos de amor cortés sin nada especial en fondo y forma.
La película de Gary Winick exhibe esa molesta tendencia de hacer que todo gire en torno a la protagonista, sin que las dificultades que se cruzan en su camino la pongan en verdaderos aprietos a lo largo del rutinario arco argumental. El final está visto para sentencia desde el primer momento y el disfrute queda supeditado a la predisposición a disfrutar del desfile de paisajes de postal, en este caso italianos.
Lo mejor que se puede decir de Cartas a Julieta es que no es ni la mitad de aburrida que Come, reza, ama, el filme protagonizado por Julia Roberts. La presente se justifica a sí misma gracias a la amabilidad del conjunto, ese tonillo melodramático en el que la sangre nunca llega al río y que se ve complementado con las presencias de Vanessa Redgrave y Franco Nero. La veterana pareja, tras varios dimes y diretes, también lo es en la vida real, y ambos se reservan el único momento verdaderamente romántico de la cinta: aquel en el que Nero aparece en escena... a lomos de un caballo. La cumplidora Amanda Seyfried, recién salida de Querido John, vuelve a buscar mimos en la presente, sólo que ésta vez no ha tenido a un obrero eficaz como Lasse Hällstrom tras las cámaras y se ha tenido que conformar con un asalariado sin interés como Gary Winick, que se limita a dejar que luzca la fotografía sin aportar ningún vigor a la historia.