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¿Rusofobia o guerra contra Putin? La batalla cultural cancela el arte ruso

Diversas personalidades del mundo de la cultura denuncian las políticas de cancelación de artistas rusos en todo occidente.

Diversas personalidades del mundo de la cultura denuncian las políticas de cancelación de artistas rusos en todo occidente.
La soprano rusa Anna Netrebko fue sustituida por la ucraniana Liudmyla Monastyrska en la Ópera Metropolitana de Nueva York por no condenar directamente a Putin. | Archivo

Hace unos días, el pianista ruso Alexander Malofeev, de veinte años, publicó un mensaje en su cuenta de Facebook: "Todos los rusos nos sentiremos culpables durante décadas por una terrible y sangrienta decisión en la que ninguno de nosotros pudo influir". Era una respuesta a Leila Getz, responsable del ciclo de conciertos de Vancouver del que acababa de ser eliminado. Ella, por su parte, había explicado sus razones acogiéndose a dilemas de conciencia. Su vara de medir no le permitía facilitar la actuación de ningún artista ruso que no haya expresado públicamente su condena de la guerra de Ucrania. Se trata tan sólo uno de los múltiples ejemplos que se han dado en las últimas semanas y que plantean preguntas: ¿Es aceptable la "cultura de la cancelación" en tiempos de guerra? ¿No era necesario separar siempre al artista de su obra? ¿Debe un profesional verse obligado a pronunciar un discurso determinado para poder seguir realizando su trabajo? ¿Qué línea separa el arte de la política?

Una exhaustiva pieza publicada en el diario ABC recoge varios de estos casos, junto a las reflexiones de filósofos como Gabriel Albiac, Javier Gomá o Fernando Savater sobre el asunto. Las razones argüidas por los políticos, sin embargo, son más concretas: "Desde la cultura hemos de unir todas las fuerzas para hacer frente a la barbarie", fue la respuesta del ministro de Cultura español, Miquel Iceta. Una declaración que concuerda con la de la secretaria de Estado de Cultura, Medios de Comunicación y Deporte del Reino Unido, Nadine Norris, quien fue más explícita y reconoció que, junto al frente militar y económico contra Putin, existe el frente cultural. Siguiendo esa línea de actuación, Francia ha suspendido todas sus relaciones con instituciones culturales rusas. Y los teatros y museos de medio mundo han secundado la moción. El Teatro Real ha suspendido las funciones del Ballet Bolshoi; el Festival de Peralada las del Ballet del Teatro Mariinsky; el Hermitage de Ámsterdam ha roto su vinculación con el de San Petersburgo; el ayuntamiento de Málaga ha sometido a debate el futuro del Museo Ruso de la ciudad; y la Bienal de Venecia de este año se celebrará sin artistas rusos ni ucranianos. Entre otras cosas.

El movimiento censor que ha desatado la guerra no hace distingos. Algunas de las figuras más destacadas del panorama artístico mundial también se han visto perjudicadas. Una de las primeras noticias que saltó a la prensa durante los primeros días del conflicto tuvo que ver con el director de orquesta Valery Gergiev, vetado en occidente por su cercanía a Putin. La soprano Anna Netrebko fue eliminada de la Ópera Metropolitana de Nueva York y sustituida por la ucraniana Liudmyla Monastyrska, al condenar la guerra, pero no al dirigente ruso — "Soy rusa y amo a mi país, pero tengo muchos amigos en Ucrania y el dolor y el sufrimiento ahora mismo me rompen el corazón", escribió—. El Palau de la Música de Barcelona, también, ha retirado de su cartel al pianista Denis Matsuev.

Otras figuras destacadas han denunciado un señalamiento que va más allá de la encrucijada política actual y que estaría cuestionando a la cultura rusa en su conjunto. En esos términos se expresó, por ejemplo, el director de Orquesta Tugan Sokhiev, que en un escrito explicó su consternación ante la petición de que escogiese entre tradiciones culturales: "Pronto me pedirán que elija entre Tchaikovsky, Stravinsky y Shostakovich o Beethoven, Brahms y Debussy. Esto ya sucede en un país europeo como Polonia, donde la música rusa está prohibida". El argentino Daniel Barenboim, director de la Staatskapelle de Berlín y abiertamente crítico con la acción militar rusa en Ucrania, ha denunciado algo parecido: "La cultura rusa no es lo mismo que la política rusa", dijo hace unos días. "Debemos condenar la política fuerte y claramente y distanciarnos de ella inequívocamente. Pero no debemos permitir una caza de brujas contra el pueblo y la cultura rusas. Las prohibiciones y boicots emergentes, por ejemplo de la música y la literatura rusas en varios países europeos, evocan las peores asociaciones en mí".

Sus acusaciones no son exageradas. La semana pasada, sin ir más lejos, la Filmoteca de Andalucía retiró de su programación la película Solaris, de Andrei Tarkovski, y justificó su decisión en la necesidad de impedir que Putin pueda recibir dinero de alguna forma gracias a la proyección de manifestaciones artísticas rusas en Europa. La línea que separa la estrategia geopolítica de la exageración conspiranoica, sin embargo, es muy difusa. Y algunos ya han comenzado a señalar ejemplos de simple racismo cultural. El alcalde de Florencia, por ejemplo, desveló una petición de un ciudadano para eliminar una estatua de Dostoievski del parque Cascine, la misma semana en la que la Universidad de Bicocca, en Milán, cancelaba un ciclo de conferencias sobre el mismo escritor ruso, fallecido setenta años antes del nacimiento de Vladímir Putin.

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