¿Por qué Murillo, el genio del Barroco del gran Angulo Íñiguez, no pintó la gran peste de 1649 ni sus muertes derivadas ni las grandes tragedias [1] sevillanas que conoció en ninguno de sus cuadros de autoría reconocida si las inundaciones, los contagios y las diferentes pestilencias le acompañaron durante toda su vida? Es más, ¿cómo la fatal enfermedad de las bubas y otras epidemias estuvieron ausentes de sus pinceles a pesar de que se ha creído que en su familia se murió de peste?
¿Cómo la eludió en sus lienzos si algunos de los más famosos artistas de su tiempo, como Zurbarán hijo y Martínez Montañés, perecieron a causa de su fatal contagio? ¿Cómo si "hay que pensar que al menos el 10% del colectivo de pintores y doradores sucumbió a la mortandad, quedando muy perjudicados su capacidad de producción y nivel de creatividad", como lo ha recordado el experto en Murillo, Fernando Quiles?
La pregunta, no obstante, surge de la extrañeza que provoca en nosotros, hoy acostumbrados al más provocador realismo según el cual el artista devuelve crudamente al espectador la realidad que comúnmente se percibe. La escritora Montserrat Rico Góngora manifestó tras constatar el hecho: "Parece extraño que Murillo no dejara en sus lienzos ningún testimonio de esta epidemia". Bien, pues hagamos algunas sugerencias sin otro afán que el impulsar estudios más sesudos.
Aclaremos que la elipsis de la peste en Murillo es, a su vez, consecuencia, o tal vez causa, de otra supresión importante, ésta aún menos explicable: la ausencia, tal vez voluntaria omisión casi total, de la ciudad de Sevilla en su pintura. En su trabajo para Cartografía murillesca, que han editado Fernando Quiles y Lidia Beltrán con motivo del IV Centenario de su nacimiento, Amanda Wunder escribe:
Pese al hecho de que Murillo y su obra están íntimamente asociados con Sevilla, el artista no dejó ningún recuerdo visual de la Sevilla del siglo XVII [2] en su trabajo. Mientras que Francisco Pacheco y otros artistas locales habían representado al Guadalquivir, la Torre del Oro y la Giralda en pinturas de la Inmaculada Concepción, las vírgenes de Murillo planean sobre nubes de putti [3] en un espacio celestial sin relación con la geografía terrestre.
Tampoco pintó a sus hijos, nueve, de los que sólo vivían dos a su muerte, ni a su mujer, que murió de tanto parto. O tal vez sí los pintó y no lo sabemos porque están diseminados y ocultos en diferentes cuadros bajo rostros infantiles y femeninos, como da a entender Eva Díaz Pérez en El color de los ángeles. Eso sí, aceptó hacerse dos autorretratos.
¿Le interesaba a Murillo la realidad cotidiana tal como se le aparecía? ¿Le inspiraban los acontecimientos que se sucedían ante sus ojos? ¿Por qué el pintor realista de costumbres que emerge en sus niños mendigos y trabajadores o en las bien reales mujeres no se sintió impelido a pintar la realidad del dolor de los enfermos o siquiera algún paisaje de la ciudad en la que vivía? Lo que son las cosas. Una Asunción de Murillo colgaba del museo del capitán Nemo en el Nautilus ideado por Julio Verne mientras que ni la peste ni Sevilla pendían de cuadro alguno del pintor.
Sin embargo, la peste ha estado bien presente en la pintura desde la epidemia conocida como la peste negra en el siglo XIV. La peste sevillana de 1649 también tuvo su expresión en la pintura. Juan Valdés Leal pintó dos cuadros impresionantes para Miguel de Mañara. Como recoge el resumen de la doctora Laura Guerrero sobre su presencia en el arte, la peste ha estado presente incluso en Goya. Muy de tener en cuenta es la imagen del hospital sevillano de la Sangre en plena infección, un cuadro atribuido a Pedro Tortolero en el siglo XVIII.
Bartolomé Esteban Murillo nació en Sevilla en 1617 y murió, tras desplomarse el andamio sobre el que pintaba en Cádiz, en 1682, famosa y fatal caída que fue reflejada en un cuadro por el sevillano Manuel Cabral Aguado Bejarano. En sus 65 años de vida, el pintor produjo, según el último catálogo del experto Enrique Valdivieso [4], 425 cuadros de autoría certificada sobre más de 2.600 obras que el ya mencionado catedrático Diego Angulo Íñiguez, una de las autoridades clásicas sobre su pintura, consideró de autoría discutible refrendando las verdaderas con un solo error.
Desde su infancia, Murillo tuvo que ser testigo de numerosos brotes epidémicos, sobre todo de la gran peste bubónica de 1649. Desde su nacimiento, Murillo tuvo que empaparse de Sevilla, una ciudad monumental y cosmopolita, devota y pagana a un tiempo, dividida en ricos y pobres pero plena de oportunidades, a la que vio sufrir asolada periódicamente por las infecciones, como muchas otras grandes urbes, y por las consecuencias de la humedad que inyectaba el río Guadalquivir cuando se abalanzaba sobre la ciudad y la sumergía en miasmas y otros padecimientos.
Por poner algunos ejemplos, en 1622 los sevillanos tuvieron que soportar una grave epidemia de viruela. En 1626, tuvo lugar una de las grandes avenidas del Guadalquivir. En 1 de diciembre de 1630, el médico Fernando Sola, por cuenta de la ciudad de Sevilla, escribió sobre los remedios contra los "polvos venenosos de Milán". En 1638, tras la peste de Málaga del año anterior, otra epidemia cruzó Sevilla camino de Jerez de la Frontera y el Puerto de Santa María. Otra peste se afincó en Sevilla en 1640.
En 1642, volvió a las andadas el río Guadalquivir tras 16 días de aguaceros que mataron a muchas personas si bien no se sabe que causara epidemias. En 1648, cincuenta años después de La Peste contemplada en la serie televisiva de Movistar, se extendió por España la peste bubónica que se cebó con los vecinos de Sevilla en 1649 y que duró, al menos, hasta 1651 acabando con la primacía económica y demográfica de la "princesa" de las ciudades del mundo. Otra peste cayó sobre los puertos andaluces en 1680.
Cuando Murillo fue a Cádiz a pintar un gran y último cuadro para los capuchinos en 1681, hacía muy poco tiempo que ni las más atinadas diligencias sanitarias habían logrado que la "perla del Océano" se librara de la "plaga de levante", que así llamó Velázquez y Sánchez en sus Anales epidémicos de las enfermedades contagiosas de Sevilla a una de aquellas infecciones.
Puede comprobarse, pues, que la presencia y los efectos de la enfermedad y las riadas tuvieron que estar bien presentes en la vida de Murillo. Asombroso puede resultar el hecho de que sus primeros hijos – José Felipe, María e Isabel Francisca – pudieran haber muerto de peste [5] y que no haya reflejo alguno de su sufrimiento en sus cuadros. Pero el sevillano Murillo ni pintó la peste ni pintó a Sevilla ni pintó a sus hijos, al menos identificadamente.
Naturalmente, no hay explicación definitiva para esta conducta porque el pintor Murillo no aclaró nada, aunque dejó algunas actitudes para la reflexión. No existen más que interpretaciones sobre su figura en una época en que la realidad iba bien aliñada de creencias y supersticiones. ¿Por qué Murillo no pintó la gran peste de 1649? Tal vez porque, como apunta el ya citado Quiles, porque la evidencia de la tragedia y la comprobación de la incapacidad institucional de enfrentarse a la calamidad obligó a buscar "la seguridad en la religión" estimulando el culto a la Virgen y a los santos relacionados con la peste. Era otro realismo, o naturalismo, una suerte de naturalismo simbólico, el que triunfó en la nueva escuela sevillana de pintura surgida de la epidemia.
Extraña que Philip Ariès, en su intenso libro El hombre ante la muerte, refiriera la historia de un joven desangrado de belleza cadavérica al "que la luz de la luna hacía digna del pincel de un Murillo, de un Rosa, o de alguno de esos pintores que, inspirados por el genio del sufrimiento, se placían…en representar las formas humanas más exquisitas en el final de la agonía". La agonía de los sevillanos maculados por la peste no inspiró al pintor sevillano en tanto que tal. Otra cosa es que suscitara su sublimación por la vía de la religión.
Eso podría haberse escrito del pintor cordobés Juan Valdés Leal, por ejemplo, que sí decidió pintar metáforas tenebrosas de la peste en Sevilla. En el Diccionario biográfico de artistas de Córdoba, de Rafael Ramírez de Arellano, se cuenta que "todos los aficionados a la pintura fueron a contemplar las obras de los grandes maestros expuestas en la Caridad (Hospital de la Cridad, de Sevilla). Todos a una elogiaban los cuadros de Murillo y todos a una se espantaban de los de Valdés",
Por lo visto, un día se encontraron en la exposición los dos artistas, más rivales que amigos. Ante los cuadros de Valdés sobre la muerte y la peste, Murillo dijo: "Compadre, esto es preciso verlo con las manos en las narices". "Qué queréis, dijo Valdés, usted se come la pulpa y a mí me toca roer los huesos; pero tampoco puede verse sin provocar á vómito la Santa Isabel", alusión al único cuadro de Murillo que incluía una enfermedad.
Podría deducirse de este diálogo que Murillo no era partidario de pintar cosas que pudieran afectar fúnebremente a la sensiblería popular. De hecho, se valoraba que Murillo, para sus apacibles imágenes, no se valiera "del severo y tétrico pincel de Ribera". He ahí una contradicción: sus Inmaculadas y demás pinturas religiosas respondían a los gustos de algunos de sus compradores, pero no siempre jugaba a favor del dinero o la fama. Si sólo le importaban tales cosas, ¿por qué renunció a ser pintor de cámara de Carlos II?
Para Rico Góngora, Murillo pintaba con "finalidad primordialmente consoladora". La peste no se veía, pero la peste estaba en sus cuadros bajo la forma de consuelo ante su sufrimiento. Sin embargo, es igualmente cierto que estos temas eran los preferidos por los clientes que podían pagar sus cuadros, los más cotizados de entonces.
Según la escritora, "nadie conseguía hacer de los seres celestiales personajes tan próximos a las víctimas de una época y de sus amargas circunstancias…Las vírgenes y santos de Murillo podían materializarse en sus lienzos frente a los mismos lisiados, pobres y enfermos que en otros eran protagonistas absolutos y con los que el pueblo llano, en su búsqueda de consuelo, se sentía identificado".
Es, en el fondo, la misma tesis de Eva Díaz Pérez. Murillo veía lo mismo que todo el mundo en la Sevilla de contrastes del siglo XVII, la peste incluida, pero lo que quiso pintar es la esperanza y la consolación que se necesitaba. Eso sí, se aferró a la realidad documental en sus "niños", sus "mujeres", sus paisajes humanos y populares desafiando los gustos de la mayoría de sus clientes habituales y, de paso, abriendo nuevos mercados.
Es más, se considera que la conciencia social de Murillo tuvo su desarrollo en los quince años que van desde 1640 hasta 1655, con la peste inclusa, con fundamento en la doctrina franciscana y la literatura picaresca. De esa época son las obras dedicadas a los desamparados entre las que destacan El joven mendigo (Louvre), Vieja con gallina y cesta de huevos y Dos muchachos comiendo melón y uvas (Alte Pinakothek de Munich).
El republicano onubense de Isla Cristina, Roque Barcia, en Un paseo por París. Retratos al natural (1863) escribió, tras el "¡Viva Bartolomé Esteban Murillo!" que proclamó un brigadier ante la Asunción de un Murillo resplandeciente en el Louvre: "No veo a Murillo; no veo a España; no veo a Sevilla; no veo a nadie; no veo más que a la Asunción". Quién sabe, a lo mejor es eso, que no hacía falta ver más que lo que él quería que se viera.
¿Y qué quería que se viera? La vida antes que la muerte. La belleza de la vida triunfante sobre la punzada del sufrimiento. Tal vez por ello no pintó la peste ni pintó la ciudad que, al fin y al cabo, era el escenario de la vida, pero no la vida misma que residía en la gente y sus creencias de salvación. Quería sortear, olvidar, burlar la muerte, a la que se veía demasiado cotidianamente. Albert Boadella escribió en su Daaalí, con un inteligente humor, que decimos que la Virgen es Inmaculada desde que la pintó Murillo.
Un texto sorprendente del malfamado católico comunista José Bergamín [6] podría sugerir una moderna visión de Murillo:
Hay ese "algo" de Murillo que sólo está en él, en sus lienzos mejores, y que no encontramos en Velázquez… Y ese "algo", estremecido y estremecedor, nos parece que radica, singularmente, en la calidad de esa encarnación del arte vivo, de esa misteriosa encarnación de la vida en la "obra de arte". Tras las Inmaculadas hay jóvenes vivas de la Sevilla real.
Me atrevería a decir, que no lo dijo él, que Murillo quiso torear la muerte y el dolor con la muleta de los pinceles y los lienzos, para transformarlos definitivamente, por sublimación metafórica, en belleza. La muerte está, pero se manifiesta en su superación. Lo maculado está en lo inmaculado que lo sobrepasa. Bergamín expuso en La música callada del toreo su idea sobre "la revelación maravillosa de una belleza viva, que es la del arte de torear mismo." De ahí mi atrevimiento.
Y añade:
Llegando a ese nivel, "alto y profundo", de las artes de la belleza, no hay en la del toreo como no la hay en las otras de la poesía, la música, la pintura... ni un más ni menos, ni un mejor ni peor. No la hay entre artistas a ese nivel (Velázquez, Murillo, el Greco, Goya... como Cervantes, Lope, Góngora, Quevedo, Gracián, Calderón...) si sólo de españoles hablamos.
Donde Ferdinand Braudel, como tantos otros, no vio más que propaganda contrarreformista católica, "el murillismo es el indicio del milagro por virtud del cual la emoción se convierte en belleza en aquel ambiente propio de los empíreos", apuntó Cansinos Assens. Es más, arguyó que ni Velázquez ni Murillo se sintieron atraídos por la representación realista de lo luctuoso. Querían "encubrir el horror" embelleciendo las cosas, realzándolas y transfigurándolas.
Falta alguien en la "orgía sevillana" junto a Velázquez y Murillo y sus luces, apostillaba Cansinos. Juan Valdés Leal, el compadre de Murillo, que pinta dos cuadros sobre la muerte y la peste, sus famosos jeroglíficos de las postrimerías. Con ellos posibilita el tránsito de unas criaturas que logran, "mediante los cárdenos matices de la corrupción, el estado beatífico, la canonización venturosa de las azules glorias murillescas".
Cantó Manuel Machado:
De las dos Concepciones, la morena...
la de gracia celeste y sevillana,
la más divina cuanto más humana,
la que habla del querer y de la pena.
Hay coincidencias, pues, con las tesis de Eva Díaz Pérez que subraya que Murillo pintaba, no la realidad del sufrimiento, sino otra realidad, la realidad de la necesidad de superarlo que tenía la gente que se reconocía en sus obras y por ello, las compraba o admiraba, no sólo la Iglesia. También con ello concuerda el experto Benito Navarrete admitiendo que Murillo pintaba conscientemente un mundo dulce – en ello reparó Modesto Lafuente en su Historia -, como analgésico del dolor que la peste infligía a la ciudad.
Tal vez quiso dar a Dios lo que era de Dios, siguiendo a su amigo Miguel de Mañara, que no quería saber nada de la Babilonia de este mundo tras haber sido el original de don Juan, pero también dar al César, a la realidad humana, lo que era de ella. Para el primero, pintó vírgenes, santos y escenas religiosas y para el segundo, sus niños, sus jóvenes, sus viejas y sus retratos, todos muy bien pagados incluso en vida del pintor, en la protestante Europa del Norte. Así contentaba a todos con la promesa de la vida, no con el espanto de la peste y la muerte.
¿Por qué lo hacía? Navarrete asegura que Murillo nos ha engañado a todos. Hasta estuvo en la cárcel y casi nadie lo supo. Destaca en su razonada conjetura que Murillo pretendió gestionar su propia imagen de pintor, en su presente y en su futuro, en España y fuera de ella, y que, conociendo bien los canales de comunicación de su época, extendió una visión beatífica de sí mismo como pintor y como persona que no se correspondía del todo con la realidad. Pero caló permitiéndole durar.
Y caló tanto que la inmensa mayoría de sus biógrafos lo consideró siempre una buena persona. El primero de ellos, el alemán Joachim von Sandrart, que redactó su nota sobre el sevillano en 1683, sólo un año después de su muerte. En ella describió su funeral, que fue solemne y honrado con dos margraves (duques o marqueses) y cuatro caballeros de varias órdenes escoltando su féretro por respeto a su vida modelo [7]. Anticipa el último paseo del Newton muerto llevado a hombros de la nobleza camino de Westminster en marzo de 1727. Lástima que nadie lo pintara.
Teófilo Gautier contestó también a la pregunta de por qué Murillo no pintó la peste cuando contempló la Visión de san Antonio de Padua en la catedral de Sevilla. "Magia de la pintura", resumió escuetamente. El gran Houdini creía que su magia trataba de cómo hacer bien el mal. Tal vez Murillo descubrió que, para algunos y durante algún tiempo, su pintura podría hacer bien del mal. Pero ya señaló Caro Baroja que magia y religión eran una compleja mezcla. O sea, la cuestión sigue en pie.
[1] Sólo puede encontrarse algo de enfermedad en su Santa Isabel de Hungría curando a niños enfermos de tiña, enfermedad leve comparada con la peste o la lepra. (1672)
[2] Sólo una Giralda aislada y etérea está sostenida por las santas Justa y Rufina (1666)
[3] Se conoce como "putti" a los angelotes, recurso de los pintores en temas religiosos.
[4] Valdivieso, Enrique. Murillo: Catálogo razonado de pinturas. Madrid, Ediciones El Viso, 2010.
[5] Gonzalo Hervás lo duda en La pintura de niños de Murillo y la peste de Sevilla de 1649
[6] "La encarnación del misterio", en Claro y difícil, Ensayos literarios seleccionados por Andrés Trapiello, 2008
[7] Es una bonita descripción, pero podría no ser cierta. Nadie más lo ha contado.