Un mito llamado Raquel Meller
En Europa, poderosos magnates pugnaban por llevarla al lecho. Alfonso XIII y Charles Chaplin estaban entre sus admiradores.
Se clausura este 30 de septiembre en la Biblioteca Nacional la exposición El mito trágico de Raquel Meller (1888-1962), inaugurada el pasado mes de junio. Se proyectaron algunas de sus películas más notables (por ejemplo, Carmen, de Jacques Feyder) y Olga María Ramos destacó rememorando los mejores cuplés. Se echó de menos entre los libros biográficos expuestos de Raquel el publicado por Javier Barreiro, que es el más documentado de todos.
Lo mejor de la muestra: el retrato que Joaquín Sorolla le hizo. Se llamaba Francisca Marqués López y nació en Tarazona de Aragón. De modistilla en un taller barcelonés pasó a interpretar cuplés sicalípticos, pícaros, desvergonzados, a partir de 1907. Eligió ser llamada Raquel Meller. El nombre, por eufónico; el apellido, tomado prestado de un marinero alemán, Möeller que ella castellanizó o, en todo caso, lo hizo suyo sabiendo que en tierras aragonesas existían muchos Meller judíos. Fue la reina indiscutible del cuplé; la que popularizó números que aún hoy se escuchan por ser clásicos del género, antecedentes de la hoy conocida como copla: La violetera, El relicario, Nena, Flor de té, Valencia, Tengo miedo, torero...
Y en su tiempo, sin duda ha de ser considerada una de las españolas -si no la primera-, más conocida fuera de nuestras fronteras, que alternó con Sarah Bernhard, Eleonora Duse, Isadora Duncan... Charles Chaplin le ofreció participar en una de sus películas, pero ella declinó la oferta. Él la recordaría incluyendo la música de La violetera en Luces de la ciudad, donde se pasó de rosca firmándola como suya. Algo que le costó una demanda judicial de su verdadero autor, el almeriense José Padilla, al que tiempo y dinero supuso ganarla en instancias internacionales, con todo el derecho del mundo. Nunca pudo comprenderse aquel expolio de Charlot, que en vano trató, por otra parte, de conquistar a Raquel Meller. Rodolfo Valentino acudió a verla actuar en el teatro Capitán de Los Ángeles, junto al todopoderoso Cecil B. de Mille.
En Europa, poderosos magnates pugnaban por llevarla al lecho. El rey de Suecia probó suerte. Alfonso XIII la invitó a una fiesta en el Palacio de Oriente, pero la turiasonense, testaruda siempre, contestó al correveidile del monarca que, si quería verla, no tenía nada más que solicitar un palco en el teatro. Así lo hizo Su Majestad, en compañía de la reina Victoria Eugenia. La leyenda cuenta que don Alfonso tuvo luego encuentros más íntimos con la cupletista. La que, amoríos aparte, casó con el escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo. Unión desgraciada que apenas duró veinte meses. Años más tarde contrajo segundas nupcias con un empresario francés de origen judío, Edmon Saiac. Adoptaron dos hijos, que murieron de mala manera: el varón, Jordi Enric, en accidente de coche, y Elena Agustina, suicidándose.
Raquel Meller ganó mucho dinero pero fue desgraciada en el amor. En sus últimos años residía en Barcelona, con sus últimos ahorros que iba administrando celosamente, en un piso tétrico. Ella misma era una sombra patética cuando actuó por última vez en el teatro Madrid de la capital de España, en 1958 y en la sala J´Hay, de la Gran Vía. Terca siempre como una mula. Malhumorada, despotricaba contra Sara Montiel ("Canta como un sereno en El último cuplé", decía), mostrándose asimismo grosera en público con Imperio Argentina, sencillamente porque "ésta se ha atrevido a cantar El relicario, que es algo mío". Pero, a pesar de ese penoso epílogo, Raquel Meller, muerta ahora hace medio siglo, fue la más grande en lo suyo. La que supo interpretar sus canciones como nadie, cual inmejorable actriz de un cuplé que, ya a partir de 1940 sería la nueva canción española, la copla contemporánea. Y ella encabezó gloriosamente esa historia.
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