El último viaje con Carlos Alberto Montaner
Carlos era un compañero ideal para ir por esos mundos, sobre todo cuando había dificultades. Y eso, en Iberoamérica, no es de vez en cuando, sino siempre.
La última vez en que hubo elecciones libres en Venezuela yo estaba en Caracas con Carlos Alberto Montaner, en una reunión anticomunista de periodistas famosos de Europa y América. Unos miskitos nos pidieron dinero para comprar una cámara y poder fotografiar a sus muertos en algún lugar de Nicaragua. Luego supimos que no vivían allí, pero la picaresca era parte de la vida cotidiana apoyando a la Contra y la causa, por la que tanta gente estaba dando su vida, imponía no quejarnos, para qué.
Una cena en Caracas, con Rangel y con corbata
La víspera, con Carlos y Linda, nos invitaron a cenar Carlos Rangel y Sofía Imbert, ella, reinando en su museo de arte contemporáneo, hoy desbaratado; él, en vísperas de suicidarse y que, además de publicar Del buen salvaje al buen revolucionario y Tercermundismo, las obras más importantes sobre la expansión comunista y el eterno apoyo de la izquierda europea y norteamericana a esa empresa criminal, nos contó anécdotas de su programa de televisión, a las seis de la mañana, en el que contaba el mundo en clave absolutamente liberal, y en la Universidad, donde la jauría castrista le había hecho un pasillo para escupirle al pasar hacia su aula. Él se cambiaba de traje en el despacho e impartía su clase sobre Hayek. Un héroe, un sabio, una vida a medias con la muerte. Como todas, al fin.
Pero lo que más recuerdo, por lo que vino después, fue que al llegar al restaurante yo iba con traje pero sin corbata. Y en la puerta me dijeron que así no podía entrar. Yo les expliqué que no podía comprar una corbata a esas horas, y me dijeron que no había problema: me sacaron tres, me puse la que me recomendaron, y cenamos. Unos años después, el uniforme era el chándal del golpista contra el que ganó las últimas elecciones democráticas. Así tan estrepitosa y zafiamente se hunde un país y toda una civilización.
En la víspera de las elecciones, tras una cena de despedida larga y ancha como todo el Caribe, acabamos en un cabaré cuyo espacio central dominaba, con un látigo de verdad, una imponente amazona que cantaba Abusadora, con cuatro boys menos asustados que el público de las mesas más cercanas a la dominatrix y al látigo, que chasqueaba con maestría pero era de verdad. Unas profesionales del consuelo de viajeros se sentaron con nosotros, y Valerio Riva, el gran periodista italiano, se encargó de evitarme el rechazo de la chica que me tocaba, la más joven, haciéndose pasar por mi padre y diciéndole que estaba a punto de casarme. Carlos compuso un gesto de aseveración y lástima, la chica lo tomó con deportividad, se sentó a mi lado para la obligada consumición y nos dio una clase de política. Predijo la victoria de Carlos Andrés Pérez, que las encuestas atribuían a la COPEI. Y la razón era fruto de su trato diario con el humano venezolano:
Los copeyanos roban menos, pero no dejan robar. Los adecos roban muchísimo más, pero dejan que los demás roben. Ganarán los adecos.
Y ganaron. Lo supimos volando a Perú, porque Carlos tenía que hablar en Lima y nos acercamos a Cuzco y al legendario Machu Picchu.
Con Linda y Carlos en los Andes
Al llegar a Cuzco nos mataron tres cosas: el soroche, el té de coca, que no hacía nada, y un recital folclórico de un grupo andino en el que la tristísima quena y la circular repetición de bailecitos estuvo a punto de conseguir que abrazáramos el trotskismo, porque íbamos con un liberal de la zona y no podíamos abandonar el espectáculo que a él lo conmovía. La noche fue horrorosa, pero al día siguiente nos levantamos como nuevos y nos fuimos a la estación, a ver el milagro de piedra a orillas del Urubamba.
Pero en el vagón tropezamos con dos grupos humanos de difícil gestión olfativa. Unas indias con su sombrero de miga de pan teñido de negro y sus coloridos avíos en capas esferoides se dispusieron a almorzar –las siete de la mañana– unos pollitos picantones con fortísimas especias, que seguro eran benéficas para el hígado, pero que para nuestras narices liberales resultaban prohibitivas. Pero a eso nos fuimos acostumbrando en el viaje. Peor era el caso de unos hippies alemanes de enorme envergadura y que creían que la aclimatación a los andes incluía no lavarse los pies. Eso sí que fue duro. Pero al fin, bajando, llegamos a Machu Picchu y respiramos.
Ahora que ha emprendido su último viaje, hay que decir que Carlos era un compañero ideal para ir por esos mundos, sobre todo cuando había dificultades. Y eso, en Iberoamérica, no es de vez en cuando, sino siempre. Repaso ahora las fotos que Linda nos hizo en aquellos días y siento que no podrá viajar nunca al Perú sin acordarme de él; ni a Miami, porque allí nos acogieron los Montaner un año, exiliados del terror español, y lo pasamos maravillosamente. Y así tantos, tantos años.
Carlos, siempre en nuestra vida
Lo recordaré la última vez en que habló, ya cercado por el Párkinson, hace unos meses, en el homenaje que le organizaron Gerardo Bongiovanni y los Vargas Llosa, y en el que hablamos o, mejor dicho, nos despedimos, Mario y yo, mientras Gerardo, Esperanza y muchos de los allí presentes, lloraban. Carlos, no. Ya que no pudo ser dueño de su vida, por serlo tan cubana, decidió cómo terminarla. Yo lo recordaré siempre en aquel día luminoso del Machu Picchu, y me preguntaré, como él ante aquellos barrancos: ¿cómo se pudo llegar aquí? A cuántos sitios raros habré ido con Carlos, y de cuyo recuerdo, por ser suyo, nunca podré ni querré regresar.
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