Guerra y peste
Ucrania es el hombre justo que intercede por nosotros y Zelenski es su voz.
Después de una semana de opresión en el pecho, me pregunto cuántas personas todavía percibimos necesario hablar de amor en tiempos de guerra. Uno nunca quiere sonar cursi cuando desnuda sus preocupaciones, ni aprovechar las desgracias ajenas para desembridar emociones que sólo conducen a la exageración. Tampoco ansía pecar de ingenuidad, ni dejar de mirar la evidencia de que la paz está cimentada sobre fusiles. Sin embargo aquí está, repasando la memoria de todos los muertos del odio, aquellos hombres y mujeres sepultados por la historia, y se le desbocan los adjetivos. Si mirásemos con detenimiento, aún podríamos seguir los rastros de sangre que conducen directamente hacia sus tumbas, o a las fosas comunes en las que la humanidad ha enterrado siempre los despojos que desperdiga su maldad. Miraríamos con miedo la posibilidad de ese sino y nos veríamos obligados a elegir. El dolor es una cosa curiosa porque puede conducir igualmente al perdón o al resentimiento. Y la historia, cíclica y lineal, no es más que una inmensa malla metálica formada por individuos que son como muelles: espirales de virtud y de vicio que se entrelazan y pugnan entre sí, retorciendo inevitablemente el piélago inabarcable que formamos los condenados a existir.
Mientras escribo esto, siete días han pasado desde que las profecías se cumpliesen. Una semana histórica en la que se ha confirmado el extraño misterio que nos demuestra que basta un solo hombre justo para que la destrucción de Gomorra deje de ser inevitable. Ucrania es el hombre justo que intercede por nosotros y Zelenski es su voz. Por eso le queremos vivo más allá de la muerte. Ahora está en nuestra mano imitar su valor. En estos tiempos de redescubrimiento de la guerra, todos nos miramos asustados y nos hacemos preguntas. Yo me pregunto qué sinuoso mecanismo permite a los hombres justificar el asesinato, o en qué medida el odio equivale a un exceso de vanidad. También qué es eso del amor, y si acaso algún día llegaré a entender el enigma que nos permite engendrar mal hasta persiguiendo algún bien. Siempre he pensado que lo que motiva cualquier guerra no es el odio sino el miedo. Y que el mayor miedo de todos nace de la soberbia, que en los demás sólo ve una amenaza a la grandeza excesiva que percibe de sí misma. Quizá esa sea la mejor manera de aproximarse a Putin hoy día, si le queremos comprender. Preguntarnos qué oscura jurisprudencia de justificaciones burocráticas alimenta su moralidad atrofiada e indagar en los diversos subterfugios en los que legitima su crueldad.
No es una tarea imposible porque conocemos los nuestros, y sabemos, como sabía Tarrou, que nadie en el mundo está indemne de la peste. Cuando estalló la pandemia fueron incontables los artículos que recurrieron a la famosa novela de Camus para encontrar algo de luz. Y sin embargo yo la percibo mucho más imprescindible ahora, cuando la amenaza del virus incurable del mal comienza a desatar sus oleadas de muerte. En esta encrucijada vital a mí me gusta recordar que los verdaderos héroes en un mundo apestado son los médicos, que diría el argelino imprescindible. Es decir, aquellos que no se resignan y continúan luchando contra la creación tal como es, enfrentándose a la peor de las enfermedades humanas, que es el rencor, sin ánimo de contagiarse, y con la firme pretensión de expulsarla del organismo social antes de que sea demasiado tarde. Si algo sabían los protagonistas de esa historia es que las guerras obligan a luchar y a no ponerse de rodillas. Pero también que es fundamental no olvidar nunca por qué se lucha. De lo contrario, como también advirtió Tarrou, corremos el riesgo de sumarnos a la plaga y extender la infección. Paz, libertad y democracia son buenos motivos por los que pelear. Es necesario combatir a quienes pretenden arrebatárnoslos. Yo sólo espero ser capaz de limitarme a la defensa de esos parámetros cuando el miedo, la miseria y la muerte me inciten a odiar.
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