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Luis Herrero Goldáraz

La victoria del inútil

Pocas cosas hay peores que saberse intrascendente. Una de ellas es saberse contraproducente.

Pocas cosas hay peores que saberse intrascendente. Una de ellas es saberse contraproducente.
Pablo Casado. | David Mudarra

Pocas cosas hay peores que saberse intrascendente. Una de ellas es saberse contraproducente. Si no aportas nada, por lo menos no restes, me dijo sin miramientos un buen amigo –sólo los buenos amigos te gritan las verdades sin miramientos– durante uno de esos partidillos que son como atravesar un banco de pirañas en un bote hinchable: todos a una achicando agua para no morir desangrados por los ataques obscenamente incansables de rivales mucho más jóvenes, rápidos y talentosos. Todos a una menos yo, por supuesto, que no sabía ni dónde estaba y que por momentos creí escuchar la voz borrosa de mi madre, que me gritaba enaltecida desde algún rincón del subconsciente y me increpaba para que saliese del campo y dejase de manchar el honor de la familia. Las madres son las únicas capaces de quererte más que los buenos amigos, al parecer.

El caso es que es una lucha ciega, la de intuirse inútil. Viene bien que alguien sin escrúpulos te lo grite entre aspavientos de vez en cuando. Esto es así, principalmente, porque uno nunca quiere ver su inutilidad, pero también porque siempre es más fácil continuar creyendo en un milagro redentor que asumir nuestro pecado y, por lo tanto, la penitencia que va indefectiblemente ligada a él. Cuando uno resta, lo mejor que puede hacer es largarse. Quizás también rezar por que ese gesto infinitamente humilde sirva para igualar de alguna forma la ecuación que se ha dejado coja. Lo que pasa es que es muy difícil estar seguro de ser la pieza defectuosa que amenaza con romper la maquinaria. Sobre todo cuando, además de inútil, se es insufriblemente vanidoso. En el fútbol todo se ve más claro si de repente, sin venir a cuento, uno pide el cambio y observa desde la banda cómo todos esos balones que antes llegaban peligrosamente al área propia dejan de llegar, frenados secamente por la presión constante y el esfuerzo colectivo de personas que, si no tienen talento, al menos comparten la determinación de trabajar por el colega que se asfixia al lado. Los profundos vagos e individualistas no solemos ser muy fiables en los deportes colectivos. Y menos cuando en lugar de pulmones lo que tenemos son bolsas arrugadas de Doritos repletas de colillas y empapadas en whisky.

Otra posibilidad, aunque de esta pocas veces se habla porque es sencillamente imposible, consiste en revertir la situación. Pasar de restar a sumar, quién sabe cómo. Indudablemente, esta sería la salida más gustosa para todos, pero se convierte en algo irrelevante en la medida que nos desvía del verdadero punto de interés en todo este asunto sobre inútiles y pusilánimes. Lo importante, siempre, es no restar. Menos cuando el objetivo deja de ser sobrevivir y pasa a ser coronar la cima. Sería bueno quitarnos la careta y reconocer que el esfuerzo es fundamental, pero a casi nadie le da para levantar los 21 Grand Slams de Rafa Nadal. Por eso el fútbol es tan bonito. La medalla, al final, se la dan hasta a los utilleros, aunque en el fondo todos sepamos que las 13 Champions del Madrí le deben más a Cristiano que a Dudek. A mí nada me aterroriza más que seguir creyéndome Zidane cuando la vida me ha dado motivos suficientes para asumir que soy Pavón. Y pocas escenas encuentro más vergonzosas que fallar el triple ganador en el último segundo sabiendo que mi cometido debía limitarse a pasarle el balón a la estrella desmarcada.

Supongo que lo que quiero decir es que lo mejor que puede hacer un currante, más allá de tratar de frenar la hemorragia de su propia inutilidad, es asumir su verdadero rol. Dejarle el foco a quien pueda ganar el partido. Y esto no sólo es muy difícil sino que constituye uno de los pocos actos que yo atribuyo vagamente a la admiración que levantan los santos y los mediocentros defensivos. El coraje humilde de quien se conoce limitado, aunque no vencido, y el sacrificio piadoso de quien está dispuesto a abrazar el anonimato en la victoria. Hay renuncias que valen campeonatos, como también hay campeones que después demuestran no merecer serlo. Sánchez es la demostración perfecta de esto último. Para todo lo anterior, pongamos una foto de Casado encabezando esta pieza y dejemos que el subconsciente haga el resto.

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