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Luis Herrero Goldáraz

El buen dormir

Es algo peligroso, el buen dormir. Preocupa mucho más que el mal dormir.

Cornelis Schut: 'El Niño Jesús dormido sobre la Cruz'. | Wikipedia

Ha escrito David Jiménez Torres un libro muy interesante sobre el mal dormir. El mal dormir es el insomnio, se entiende, sólo que menos rimbombante. No es una afección mortal, un peligroso desarreglo de nuestras facultades biológicas que obligue a que la ciencia inicie una carrera contra el reloj para salvarnos la siesta. Tampoco es un estado puntual. No se trata de pasar una o varias noches en vela dándole vueltas a alguna preocupación. El mal dormir es un rasgo característico y puñetero. Un estado del alma. A mí el libro de David me ha interesado mucho porque de pequeño era bastante maldurmiente. Dormía mal, sí. Incluso excesivamente mal. Compartía cuarto con mi hermano y había hecho de sus ronquidos la rutina indeseable que me arrullaba todos los días hasta el agotamiento final, ese repentino fundido a negro que llegaba siempre en alguna hora demasiado alejada de la medianoche. Teniendo en cuenta que debía levantarme temprano para ir al colegio, lo curioso es que nunca hiciese la conexión mental entre mi falta de horas de sueño y mis cabezadas perezosas en el pupitre, todos los días y en las mismas clases. Tampoco atesoro en mi memoria el drama del despertador como algo sumamente terrorífico. Yo era un niño anémico, acostumbrado a ir de la nada a mis asuntos. Había aceptado como rasgo inevitable de mi personalidad el no estar nunca aquí o allí. Caminaba por los pasillos como si fueran una extensión de mi propia somnolencia, siempre entre lo humano y lo divino, semiinconsciente y vaporoso, como en una eterna duermevela. Y nunca pensé que aquello tuviese algo que ver con mi lucidez eterna por las noches. Visto desde la distancia puede parecer extraño, pero yo le encuentro toda la lógica, en realidad: tan interiorizado tenía el mal dormir que no era capaz de concebir el sueño ni como una remota posibilidad.

Lo raro es que todo cambió, curiosamente, como suelen cambiar demasiadas cosas importantes en la vida: de repente y sin explicación. En algún momento de mi post adolescencia pasé de no poder conciliar el sueño a conciliarlo rematadamente bien. No fue algo buscado, la verdad. No me apunté a ningún cursillo ni me esforcé por alinear mis chakras. Simplemente ocurrió. Así que ahora me veo obligado a dejarlo por escrito por si algún día no regreso de esa pequeña muerte en la que caigo si me tumbo en cualquier lado. Es algo peligroso, el buen dormir. Preocupa mucho más que el mal dormir. Y la explicación a todo ello se sustenta en un matiz difícil de definir. El buen dormir es una cosa extraña, una querencia ilógica, parecida a la que sienten algunos al asomarse a un precipicio. Es la atracción sombría de la nada. Un deseo lujurioso de inconsciencia. Yo no recuerdo nunca mis sueños, así que no creo que sean ellos los que me aten a la cama. El buen dormir es un susurro de la muerte, que nos llama. La tentación constante al abandono de vivir.

Un buendurmiente, a mi entender, es todo lo contrario a un vitalista. Detrás de su profundo sueño hay algo así como un desgarro, una fe resquebrajada en la desaborida realidad. La somnolencia asesina que siente nada más arroparse es una respuesta dubitativa. Como si, ante las caídas hondas de los Cristos del alma, lo único que pudiese hacer fuese cerrar los ojos. Y la cosa va acompañada del mismo miedo que sentiría un patológico glotón obligado a hacer dieta en un McDonalds. Yo he sido maldurmiente durante bastantes años de mi vida y nunca he trasnochado tanto como cuando comencé a dormir bien. En el momento de la hora definitiva uno se abandona fácilmente a la pereza del televisor, deseando postergar lo más posible el rapto de las sábanas. A veces no se ve con fuerzas para abrir el sobre porque sospecha no haber reunido el valor necesario para regresar del otro lado cuando toque. Por eso, lo peor del buendurmiente no es despertar, aunque le cueste. Lo peor del buendurmiente es irse a dormir. Varias mañanas ha sentido, con nitidez pasmosa, la delgadez del hilo que nos ata a todos a la vida. Ha tenido que aferrarse a él, desesperadamente, e ir tirando poco a poco para no romperlo. Ese hilo es una rama frágil, el único recurso que le queda para salir del legañoso foso del dormitorio. Cualquier buendurmiente que se precie sabe lo sencillo que es caer nuevamente sobre la almohada y dejarse trabajar por la inconsciencia. Alargar las horas, tal vez los días, en un eterno bucle de despertadores postergados. Así que no nos envidiéis, queridos maldurmientes. Mejor vivir despiertos que temer dejar de hacerlo al siguiente parpadeo.

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