Alimentar la duda
"¿Cabe el duelo en un tuit?", he leído en un periódico recientemente.
"¿Cabe el duelo en un tuit?", he leído en un periódico recientemente. Mi primera respuesta sería sí. Así, sin pensarlo demasiado. Luego, claro, me viene eso de preguntarme qué es el duelo y por qué surge. Y entonces la cosa se convierte en un devaneo infinito de preguntas sin respuesta y de angustias que es mejor tapar. "Morir en los tiempos de las redes sociales" era la frase que completaba el titular. Y uno, al leerla, no podía más que quedarse perplejo y preguntarse si eso de dejar de existir varía en función del periodo histórico en el que nos haya tocado vivir. Es una cuestión compleja, eso del fin, sobre todo en este presente sin Dios, como reconocía la autora del artículo. Esos extraños automatismos del pésame que parecen carentes de sentido y que se nos vuelven incómodos por su falta de naturalidad. Esa desaparición de alguien cercano al que no sabemos velar –se nos ha olvidado cómo hacerlo–. Ese temido momento que por fin llega y que nos hace plantearnos, tal vez, la gran pregunta: qué pasará cuando seamos nosotros los que dejemos de recordar. Es una pregunta indeseada, sin duda. Inevitablemente la susurramos callados. No queremos que nadie la escuche –la autora, de hecho, no se la plantea en todo el artículo–. La abandonamos rápidamente en el rincón de las cosas sin respuesta agradable y desviamos la atención hacia otras cuestiones que nos incumben bastante menos. Se ve que está mal visto decir que en todo duelo se esconde invisible un ligero quejido por la muerte inevitable de uno mismo.
La vida es memoria, podríamos suponer para empezar. Y eso nos vale para definir el duelo. Qué se llora si no el olvido, la imposibilidad de seguir actualizando los recuerdos de alguien, la ausencia misteriosa de ese otro que nos ayudaba a aferrarnos a la vida y nos hacía ignorar, mientras seguía existiendo, que en realidad todos estamos abocados a la nada. El asunto de la muerte es un asunto delicado sobre el que es difícil discutir. La gente tiende a mentirse y a no aceptar las mentiras de los demás. Pero la cosa es más sencilla si se la encara de frente. "¿Qué botón aprieta uno cuando su hijo se le muere?", citaba el artículo a Joan Margarit. Y responder a esa pregunta desgarrada con la respuesta insuficiente del efímero bálsamo de la cultura se nos presenta como una trampa mentirosa. Sobre todo porque la cultura no es un bálsamo y mucho menos ante la encrucijada definitiva. Es más sincero reconocer el miedo atroz que nos invade cuando descubrimos –la muerte es sobre todo un descubrimiento– que lo que de verdad queremos es vivir junto a los nuestros para siempre, y que la posibilidad de nuestra futura inexistencia es equiparable a no haber existido nunca.
"La vida no es como debería ser, la vida es como es", citaba también el artículo a Krishnamurti. Y la muerte es la mejor prueba de ello. Por eso no se entienden otras frases que van sucediéndose a lo largo del texto. La incongruencia obstinada de quien reivindica su ateísmo pero quiere a la vez la paz de los creyentes. "Cómo encontrar la fe sin entrar en un santuario", se lee, por ejemplo. O: "Nadie nos dijo que algún día necesitaríamos nuevos rituales para proteger el vacío. Para no caer en esa necesidad de rellenarlo todo. De sostener el miedo que produce la omisión, los huecos, el silencio humano". Es curioso que alguien piense que el vacío necesita protección, y no uno mismo. La autora criticaba igualmente tanto a quienes, desorientados, terminan arrodillándose "ante una posible Luna en Júpiter" como a quienes "se rinden al paroxismo de la nostalgia: ‘Dios, patria y familia’". Si fuese coherente tendría que criticarse a sí misma, del mismo modo, y reconocer que nada diferencia sus rituales protectores del vacío de los de todos aquellos que, igual que ella, sólo buscan encontrar una respuesta tajante que les ayude a apartar la mirada de la incertidumbre sádica a la que nos arroja la muerte.
La vida es como es, sí. Y un ateo no tiene permitida la paz porque ha renunciado a ella, sencillamente. Su existencia, como la de todos, es una desgarradura. Pero él ha rechazado el bálsamo que calma momentáneamente el sufrimiento. Se hace extraño tener que decir una última cosa que sé por experiencia que no se va a entender. Pero allá vamos, de todas formas. Reconocer nuestra necesidad de un más allá no implica creer en él, necesariamente, y mucho menos tener que adherirse a la fe y al dogma de una religión concreta. Del mismo modo, creer, como cree el ateo, en la inexistencia final es creer que nada existe ya. No hay sentido en el vacío. En esto no tenemos que estar de acuerdo, ya lo sé. Pero yo también tengo mis respuestas tajantes y por eso digo que todo ateo es un suicida y que el que no se mata no es ateo sino agnóstico, es decir, alguien que no ha desechado completamente la posibilidad remota de algún Dios incomprensible. Vivir en la duda es lo que tiene, que obliga a buscar de vez en cuando rituales increíbles, para seguir alimentándola. En realidad sólo vive quien continúa anhelando, aunque ni siquiera lo sepa, no llegar a morirse para siempre.
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