Odio predilecto
¿Cuántos hijos predilectos tiene Madrid y quiénes son, exactamente?
De todas las tonterías que han servido de excusa a lo largo de la historia para que la gente se mate, quizás la más absurda sea la propia historia. Ese te mato porque sí, ni siquiera estoy seguro de dónde nace mi animadversión, pero como está mal visto me busco una excusa sin saberlo en un pasado manipulado y pobre, algo que justifique mi odio y acreciente mi miedo ante la amenaza que representas tú, que no vienes del pasado pero me recuerdas a él. La incesante sucesión de amenazas más o menos imaginarias se convierte inevitablemente en un laberinto irresoluble que puede abocar a la gente a la perdición asesina. ¿Cómo empiezan las guerras? Nadie puede saberlo con precisión. A veces una sola mirada malinterpretada puede desencadenar toda una vorágine de afectos contrapuestos, esos odios mínimos que se convierten en máximos y acaban haciendo restallar los gatillos por doquier. Lo que siempre hay en las guerras es gente que odia y gente que muere. Y suele ocurrir que la gente que muere no es la que más ha odiado ni la que ha contribuido necesariamente a desencadenar la barbarie. De ahí que, una vez pasado el tiempo y templados los ánimos, la propia historia en su conjunto termine pareciendo un registro interminable de nuestra interminable estupidez.
¿Cuántos hijos predilectos tiene Madrid y quiénes son, exactamente? No es sencillo saberlo con exactitud. Lo que sí que sabemos es que Madrid ha amanecido esta mañana como tantas veces lo ha hecho, sin necesidad de apoyarse en ellos y sin que los ciudadanos deban preocuparse siquiera por quiénes son. Se ve que es posible convivir en una ciudad pese a que el nombre de sus calles no esté plagado de santos. Otra cuestión es el doble rasero. Generalmente, tiendo a desconfiar de todo el que se exalta señalando el odio de los demás porque suele ser una manera de olvidar el suyo propio. Me parece mucho más sensato preguntarse qué razones tiene quien nos odia, sean reales o ficticias, y cuánta responsabilidad recae sobre uno mismo para que esa bola de nieve no siga creciendo. Es muy revelador escuchar a los mayores representantes de ideologías contrapuestas utilizar los mismos argumentos a la inversa, cuando la actualidad lo requiere, para echarse los muertos a la cara. Esta vez han sido los líderes de opinión de la izquierda quienes han cargado contra el alcalde de Madrid debido al culebrón acerca del nombramiento o no de la difunta Almudena Grandes como hija predilecta de la capital. Se ha hablado de bajeza moral, de mediocridad, de falta de lecturas y de insulto a la cultura. Y sin embargo lo único que yo he visto ha sido a una serie de personas justificando el tirarle piedras al de enfrente en nombre de una escritora porque, en fin, la cosa se trata de responder a las incitaciones del de enfrente. Para unos la que incitaba era Grandes, con sus palabras; para otros, quienes no la quieren conmemorar ahora que ya no está.
Es muy llamativa esa acusación. "Incitación al odio", se dice hoy día. Siempre que la oigo me pregunto desde cuándo hemos normalizado eso de odiar. Como si odiar algo odiable por la mayoría justificase al odiador. Como si lo verdaderamente admirable no fuese elegir lo contrario, precisamente: el camino largo y difícil de no odiar pese a tener motivos para hacerlo.
Lo del doble rasero es bastante ilustrativo porque ilumina esta cuestión en ambas direcciones. Hace meses fue la izquierda la que quiso vetar la concesión de la medalla de honor de la ciudad de Madrid a Andrés Trapiello por el "revisionismo de la historia" que ha dejado en sus libros. Yo no encuentro a un autor que haya hecho más por reconciliar la visión histórica de ambos bandos y por reconstruir todo aquello que nos une, más allá de lo que nos separó en el 36. Pero, en fin, debe de ser que la visión partidista del pasado que promulgó Grandes siempre que pudo era mucho más conciliadora. Entonces fue la derecha, junto al ala liberal, la que salió a denunciar el sectarismo y la incultura de la izquierda. No es mi intención comparar a Grandes con Trapiello, ciertamente. Lo que es evidente es que mientras una parte de los madrileños –y de los españoles– parece sentirse representada por ella, otra parte no menos numerosa siente lo mismo por él. Lo curioso es pensar que las obras de ambos nos puedan representar a todos, querámoslo o no. Aunque, más allá de todo eso, siempre podremos seguir admirándonos de lo absurdo que es odiarse por lo que ha dejado escrito por ahí cualquier autor. Que lo hagamos sin haberlos leído en absoluto sugiere otras cosas, pero tampoco es cuestión de aburrir.
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