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Luis Herrero Goldáraz

Memoria y Peter Pan

No soy ningún experto, pero algo me dice que el pasado es el mejor sitio para resguardarse cuando el presente nos abruma demasiado.

No soy ningún experto, pero algo me dice que el pasado es el mejor sitio para resguardarse cuando el presente nos abruma demasiado. El futuro es otra cosa, incierta y mentirosa, así que los inseguros que ya hemos superado la primera fase de la adolescencia solemos preferir huir hacia atrás, ese lugar de sentimientos sellados y sentencias concluidas, allí donde ninguna sorpresa puede cogernos desprevenidos nunca. Tampoco sé nada de esto que voy a comentar, pero se me ocurre que el posible auge de la temática histórica en la ficción puede tener sus repuntes en momentos de incertidumbre social. Imagínenlo: uno se siente indefenso, a merced de la velocidad del presente y nota cómo le eriza la piel la posibilidad de extraviarse definitivamente en el triste laberinto de los futuros probables. Así que imagina pasados antiguos. Se observa viviendo en ellos y se cree que todo es perfecto, como si la vida fuese de hecho un eterno bucle y, por tanto, el pasado contuviese todas las expectativas del futuro pero con la ventaja de que sus amenazas ya han sido escritas. En términos generales, lo imaginable suele aterrar más que lo que ya ha acontecido porque a lo acontecido, al fin y al cabo, uno ha sobrevivido. Además, todos sabemos que la órbita del miedo gira casi siempre en torno a la inasible incertidumbre.

A veces esta huida es patológica. Ni siquiera hace falta que el pasado haya sido agradable en todas sus formas, porque engancha más un remordimiento que cualquier felicidad que invite a mirar hacia adelante con ánimos de revivir lo disfrutado. La cosa tiene que ver con la propia responsabilidad. Puede más un "qué habría pasado si yo" que un "salió mal porque tú". Esa es quizás la trampa mayor con la que nos seduce la nostalgia. Basta un autorreproche suficientemente recurrente para quedarse atrapado allí, imaginando presentes alternativos que nunca serán lo que de hecho ya no son. Lo que pasa es que esa actitud no puede durar demasiado. Al final, uno tiene que enfrentarse a la evidencia de que se avanza sólo hacia adelante. Y asumir que no tiene sentido sacrificar un futuro incierto en el altar certero de ese pasado que ya terminó. Vamos, lo que siempre se ha llamado madurar, en palabras sencillas.

Llegados a este punto, resulta tentador decir que la nuestra es una sociedad inmadura. Sería generalizar bastante, qué duda cabe, pero nos entendemos. Una cosa que sí que nadie podrá negar es que ciertas actitudes nuestras podrían ser catalogadas como rasgos prototípicos del síndrome de Peter Pan. Lo que me lleva a señalar que para quedarse instalado en el pasado de forma irreversible hay que tener algún tipo de tara. Dicen que los niños sobreprotegidos crecen sin herramientas para asumir los reveses de la vida, y puede que tengan razón. Yo he crecido con traumitas que todavía me persiguen y eso que en mi infancia aún podía suspender en el colegio. No me quiero imaginar cómo vivirán las nuevas generaciones en cuanto lleguen a la edad para votar.

Otra cosa, sin embargo, es que existan los traumas colectivos, algo que me resulta bastante difícil de imaginar porque no creo que haya psicólogo en el mundo capaz de sentar a toda una sociedad en el mismo diván. Pese a todo, no deja de resultar extraña esa obsesión tan nuestra por abandonar los problemas del presente y preferir centrarnos en los de cualquier pasado imaginario e irrevocable. Los españoles, esto no lo negarán, hemos pretendido sellar nuestra memoria en las tablas de la ley, como si el pasado pudiese escribirse a nuestro antojo y, todavía peor, como si esa reescritura caprichosa pudiese cambiar algo realmente. A mí, que algunos pretendan ahora utilizar la nueva ley de memoria democrática con la actitud del hijo incapaz de ver que mucho de lo que celebra en el presente se debe a las pasadas decisiones que ahora critica de sus padres me resulta bastante llamativo. Dan ganas de sentarse y observar esos intentos pueriles por institucionalizar un sistema que nos redima de nuestras propias responsabilidades. Eso sí, no me pidan que me quede cuando se descubra que la vida es otra cosa. A ver qué ley absurda surge de esa iluminación.

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