Últimamente se repite tanto aquello de que no se debe mirar el pasado con los ojos del presente que uno acaba preguntándose con qué otros ojos ha de mirarse cualquier cosa. ¿Hace falta ser un desharrapado del siglo XVI para comprender la conquista, o un aborigen prehispánico para identificar su frustración? ¿Acaso puede alguno dejar de mirar desde estos ojos nuestros de hombres contemporáneos?, se pregunta uno con mucho tiento, no vaya a ser que la posibilidad de hacerlo le embarque repentinamente en un viaje de miradas intrahistóricas que termine transformándole en uno de esos hombres de las cavernas a los que, siguiendo la lógica del revisionismo, habría que achacar todos los pecados cometidos por la humanidad. Lo cierto es que la cosa tiene su intríngulis, y no han faltado las sesudas reflexiones de expertos en la materia tratando de desentrañar el misterio de las miradas y las épocas, cosa ciertamente difícil, cuando no imposible.
Mi particular opinión sobre este asunto difiere un poco de la línea general. Yo, no terminando de detectar ningún problema en vivir en cada época con los ojos que corresponden, lo que encuentro más problemático es sentir la tentación de cambiarlos. Más que un mal de presentismo, lo que observo es el mal del pasadismo. Y la dificultad de todo el asunto no residiría tanto en observar el ayer desde el hoy sino el hoy desde el ayer.
Una cosa que tiene el pasadismo es que obliga a girar la cabeza hacia atrás constantemente. Su lógica interna parte de la base de que el ayer nos determina y justifica, y así se acaba haciendo imposible incluso hacer la compra en el supermercado sin dar las gracias previamente al antiguo dios de la fertilidad y el abastecimiento. Rechazarse heredero directo de Colón, desde ese prisma, pese a apellidarse López y descender directamente de los conquistadores que llegaron después que él, no es tanto una forma de condenar al descubridor como de condenarse a uno mismo. Se reniega de una idea de la actualidad que se considera perniciosa y se busca en otro pasado más remoto una justificación distinta, más agradable por el hecho de ser considerada contrapuesta a la que se quiere combatir, aunque en el fondo todos los pueblos compartan la misma historia de expansión bélica que sirve para explicar cualquier época y civilización.
Resulta irónico pensar que alguien pueda enfadarse por que algún osado quiera imputar a un muerto ciertos crímenes que ni sabía que estaba cometiendo ni tiene la capacidad de expiar ahora, centurias después de su última oportunidad para redimirse ante los ojos de todas las historias que se harán. Pero esto ocurre, realmente, porque nadie pretende impugnar nada del pasado con las normas del presente, sino, más bien, servirse del ayer para impugnar el hoy. De esta confusión inicial surgen luego todo tipo de malentendidos, ya que dudo que nadie moviese un dedo si pensase que las manipulaciones de la historia se iban a quedar en eso, en mera historia sellada e incorregible.
Hay en los gritos de todos estos pasadistas irreconciliables una impugnación dolorosa de su propio devenir. Son personas desgraciadas, incapaces de encontrar en el presente la justificación del porvenir y obligadas, por tanto, a maquillar cualquier caída de otras épocas. En esto no importa quién lo haga, si uno con los crímenes de los conquistadores o el otro con los de los diversos pueblos indígenas. La necesidad radical de todos ellos, no pudiendo abandonarse a la certeza de que dependemos más de nuestra libre voluntad que de la de aquellos que nos precedieron, pasa inevitablemente por blanquear la vasta lista de pecados que terminó engendrándonos a todos. Por eso su mirada es negativa y les impide celebrar lo verdaderamente bueno de su herencia. La realidad es que no existe el colectivo inmaculado. Eso, tal vez, debería hacernos comprender que el pecado es algo individual y que corresponde a cada uno expiar los suyos propios.