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Amando de Miguel

Una civilización declinante

Se comprende que domine la mediocridad en los puestos directivos de la política o de la economía.

He recibido algunas críticas por mi tesis de la decadencia de la civilización occidental. Puede que haya sido yo un tanto ampuloso. No me refiero tanto a los aspectos geopolíticos (China sobrepasará a los Estados Unidos por el producto económico). Prefiero detenerme en la pérdida de vitalidad de la sociedad misma, en sus valores y vigencias. Hay muchos indicios al respecto.

No entro a enjuiciar si los grandes productos culturales de nuestra civilización occidental son ahora más o menos relevantes que hace unas cuantas generaciones. Me fijaré, de momento, en una expresión cultural tan común como el cine. Al menos para mi gusto, está claro que las grandes películas (casi todas en blanco y negro) del periodo inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial no han sido superadas. Comprendo que interviene mucho la nostalgia, pero es un juicio apoyado en impresiones que comparte mucha gente. Hace dos o tres generaciones, when movies were movies (cuando las películas eran, verdaderamente, películas), fue la época áurea del cine; no se ha vuelto a igualar.

El cine es solo una minúscula expresión de la capacidad productiva de la cultura. Es la sociedad toda la que, en los tiempos que corren, ha perdido vitalidad. Tal disminución se nota especialmente en España. En nuestros días, se deteriora la antañona ética del trabajo, se entiende, del trabajo bien hecho, en cualquier aspecto de la economía, de las profesiones. Para encontrar en España la dedicación a la tarea productiva nos tendríamos que concentrar en algunos grupos minoritarios de inmigrantes extranjeros, por ejemplo la comunidad china.

El declive de la vitalidad se advierte en un aspecto tan elemental como la exaltación oficial del colectivo LGTBHIJK, que gusta de esconder su etiqueta con rebuscadas siglas. Se trata de una forma de encomiar todas las manifestaciones de la relación sexual definidas como incompatibles con la reproducción biológica. Lo que siempre fue una excrecencia estadística se convierte ahora en el paradigma ideal.

Los nuevos trabajos duros (por ejemplo, el cuidado de las personas mayores o discapacitadas) se reserva a ciertos grupos de inmigrantes extranjeros. Los españoles indígenas o aborígenes prefieren trabajar en el paro antes que dedicarse a las tareas onerosas dichas.

Por encima de todo, el nuevo valor social no es el trabajo, sino el dinero. Se trata del enriquecimiento mediante un golpe de suerte en los negocios (el pelotazo) o en la actividad lúdica de las loterías, las apuestas o los juegos de azar. Ahí es donde se sitúa la nueva economía de los servicios.

Se comprende que, después de esto, domine la mediocridad en los puestos directivos de la política o de la economía. Es algo que se derrama en la información periodística de todos los días. De repente surgió la buena noticia de que la Universidad Complutense iba a batir un récord mundial. Mi primera impresión fue que se iba a anunciar el segundo premio Nobel de su profesorado. (El primero fue hace más de un siglo: Santiago Ramón y Cajal). El sorprendente récord fue que los estudiantes de la Complutense habían organizado el botellón más grande del mundo: 25.000 enfervorizados asistentes al evento. No es de extrañar, la sociedad española (como otras occidentales) se diluye jocundamente, en una mixtura de alcohol y drogas alucinógenas. El odioso narcotráfico, presentado como un asunto de pérfidos extranjeros, no es más que la respuesta a una creciente demanda de cocaína y demás estupefacientes. La gran reclamación de los jóvenes, tras la pandemia del virus chino, es que el llamado ocio nocturno se extienda hasta la madrugada. Una vez más, todo es una cortina de dinero.

Vamos a cuentas. El rito del botellón significa el aporte más auténtico de los españoles a la actual civilización del ocio.

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