Don Marcelino y la Generación del 27
La Generación del 27 arrasó con la poesía española de la segunda mitad del siglo XIX en general, y con la Menéndez Pelayo de modo muy especial.
Estimulado por la lectura de los textos de don Marcelino sobre el romanticismo, el doctor Cidad Vicario se ha entretenido en sus noches de vacaciones con algunos poemas de Heine.
Sueño de la noche de verano, fantásticamente
¡Sin finalidad es mi canto! Sí, sin finalidad
Como la vida, como el amor.
No rastreéis en él tendencias.[1]
Son los cuatro primeros versos de Atta Troll [2], un poema famoso de corte satírico contra la llamada "poesía comprometida", o sea tendenciosa. Ideológica. No sé, si mi amigo sabe bien que hay detrás de esos versos octosilábicos y sin rima de Heine. Tampoco yo lo tengo muy claro. ¡Qué importa ahora saber cuál fue la intención última del poeta! Lo decisivo es cómo se reciben. Sí, el talento, la capacidad y el afecto del lector son tan importantes como el verso escrito por el poeta. No hay poesía sin uno de esos dos componentes. Y es que la poesía, como dijo el mayor sabio de la tauromaquia española, es una adivinación intuitiva que depende de la obra que se crea como de la facultad de percepción de quien la lee o escucha. Valga esta aproximación a la poesía de todos los tiempos a cargo de don José María de Cossío y Martínez Fortún, conocido por El Cossío, o sea, por ser el principal responsable de la Enciclopedia de Los Toros, para responderle a mi amigo sobre la calidad de la poesía de Menéndez Pelayo.
Don Marcelino escribió poesías en su juventud, quizá la más sobresaliente siga siendo su Epístola a Horacio escrita a los veinte años, incluso fueron correctamente valoradas en su tiempo por críticos como Clarín. Quizá no sea un gran poeta, pero su vocación lírica nadie la puso jamás en duda. Un lirismo trascendental recorre toda su obra. El propio Menéndez Pelayo fue consciente de sus límites poéticos. Mientras vivió, su obra poética fue tratada con cortesía y educación, pero pronto las envidias hicieron su trabajo. Fue negado como poeta. La Generación del 27 arrasó, por decirlo groseramente, con la poesía española de la segunda mitad del siglo XIX en general, y con la don Marcelino de modo muy especial, porque jamás le perdonó no ya sus versos sino su distancia crítica con un poeta del que todos ellos, salvo alguna excepción, hicieron bandera: Góngora.
De ahí viene el actual odio, la envidia y hasta del resentimiento de algunos profesores de literatura española contra don Marcelino, por ejemplo, Francisco Rico, en su antología titulada Mil años de poesía española no consintió en seleccionar ni un solo poema del sabio humanista. Por fortuna, no está solo don Marcelino, porque el colector también dejó fuera a su gran amigo Juan Valera. Los dos fueron sustituidos por Agusto Ferrán, Vicente Barrantes, Ángel María Dacarrete y gentes así… Este tipo de florilegios resultan a veces patéticos no por los que aparecen sino por los ausentes. Por favor, hasta la carta en verso, que escribe a sus amigos de Santander agradeciéndoles el regalo de unos libros, merece estar en esta antología antes que algunos barrantes y currinches seleccionados por el tal Rico. Entonemos, pues, un bravo por don Marcelino porque no tuvo reparo en escribir estos versos a quienes le regalaron la biblioteca griega de Didot:
¡Al fin llegaron... Desde el turbio Sena
Que la varia y gentil ciudad divide,
Metrópoli lodosa de Juliano,
Hasta los montes de Cantabria invicta,
Último escollo del poder latino!
¡Qué dicha, qué placer, cuánto tesoro!
¡Gracias, amigos! Ya mi estante oprimen
Volúmenes sin cuento; ¡qué delicia
Es recorrer sus animadas hojas!
Aunque para versos sobre libros, siempre adorados por don Marcelino, siempre destacan los que dedicó a Horacio que, paradójicamente, casi nada tienen que ver con la preceptiva horaciana. Inmortal epístola la suya, aunque la desprecien los profesorcitos de la cosa, que comienza así:
Yo guardo con amor un libro viejo,
de mal papel y tipos revesados,
cubierto de no pulcro pergamino:
en sus hojas do quier, por vario modo,
de diez generaciones escolares
a la censoria férula sujetas,
vése la dura huella señalada.
La miseria de los especialistas, de los profesorcitos de literatura, no tiene límite. Es patente en una antología dedicada a mil años de poesía española que margina a don Marcelino. La crueldad del colector no tiene parangón. Hubo una señora con responsabilidades políticas, durante uno de los "mil" gobiernos socialistas, que no dejó de amenazarnos, durante su triste mandato, con retirar la estatua del sabio de la Biblioteca Nacional, pero el tal Rico no amenazó sino que ejecutó: eliminó por la cara de su plúmbea antología a don Marcelino. Debería pagar por su daño. Devuelva el premio Menéndez Pelayo que le dieron sus amigotes socialistas o, al menos, devuelva el dinero, creo que ochos millones de las antiguas pesetas, que le dieron utilizando el nombre del gran sabio. A Rico no le importó que don Marcelino fuera el poeta más culto, el primer poeta clasicista, del siglo XIX, ni que escribiera en el cartapacio de sus versos juveniles "en arte soy pagano hasta los huesos"; al contrario, despreció que don Marcelino se prosternara ante la preceptiva horaciana, vilipendió al humanista por haber traducido con pasión a Horacio, a Virgilio, a Ovidio, a Píndaro y a Teócrito; en fin, porque Rico odia la entera obra de don Marcelino, toda ella fundamentada en una dilección poética, lo dejó fuera de su pésimo florilegio. Pero que no haya un solo poema de Menéndez Pelayo en esta antología nada arguye contra el poeta, "y sí", como diría Cossío, "contra la ignorancia del lector". Seguramente, el colector no sea tan malo moralmente como él se percibe, sino que se trata sencillamente de un ignorante más, y no de los peores, de lo miles de académicos españoles que nos venden todos los días duros a dos pesetas. Nada.
Cuando oyen la palabra España
El problema es que estas miserias contra don Marcelino no son nuevas. Vienen de antiguo y generalmente tienen que ver con esa gente que no se le cae de la boca la palabra "yo". No hablan de la realidad sino de cómo la ven ellos al través de sus "yoes" kantianos, krausistas, masones…, y, al fin, analfabetos. Todos aquellos que tienen problemas de identidad, cuando oyen la palabra España y su aportación a la civilización europea, nunca se llevaron bien con don Marcelino porque era un "clasicista" y ellos se consideraban "modernos". De esto no se libró ni la Generación del 27, especialmente los poetas, que trataron con un tono de superioridad y desdén compasivo, por decirlo con Cossío, a todos los poetas españoles de 1850 a 1900, entre los que estaba nuestro sabio humanista.
Es verdad que la Generación del 27 es amplía y compleja, pero tengo la impresión de que la mayoría de sus componentes, incluso los más cercanos a Menéndez Pelayo, cuestionaron con demasiada vehemencia, cuando no despreciaron, su obra poética. Valga como ejemplo de este cuestionamiento la conferencia de Gerardo Diego, en abril de 1927, titulada Menéndez Pelayo y la historia de la poesía española, quien en un tono afable y educado, mesurado en la forma y durísimo en el fondo, llega a decir contra el maestro:
"Horacio es insuficiente como maestro para quien en nuestro tiempo sienta vocación en la poesía. Diré más: el estudio de Horacio es utilísimo; pero la superstición de Horacio, el creer (…) en los modelos de sus odas como una panacea infalible, es perjudicial, ha truncado en todo tiempo legítimas posibilidades de poetas, y en el nuestro esta verdad se impone ya de tal manera que no tardará en imponerse asimismo en el terreno de la crítica y de la pedagogía. Ninguno de los grandes poetas modernos es horaciano. Ningún horaciano moderno es legítimo poeta". [3]
La defensa de Horacio por un lado, y por otro la "proscripción terminante", según Gerardo Diego, que hizo Menéndez Pelayo de la poesía de Góngora, lo convirtieron en un personaje odioso de la entera Generación del 27.
Quizá le faltó fineza al cantor del Río Duero, o quizá le sobró rigor crítico al buen poeta del Ciprés de Silo, en su crítica a don Marcelino, pero una cosa es cierta: Diego inició un camino pedregoso que condujo a la desaparición, a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, de don Marcelino como poeta de la historia de la literatura española. La conferencia de Gerardo Diego y, más tarde, el estro que animaba su antología de la Poesía española [4], no sólo consiguieron eliminar al poeta, sino que también ocultaron el lirismo inserto en la obra del erudito más grande de España. Por aquí, por los senderos de la Generación del 27, desapareció el espíritu poético de la prosa histórica y doctrinal más bella de la literatura española de todos los tiempos.
Mientras llega el día de poner un poco de orden en esa discusión, apasionante en mi opinión sobre un capítulo de la historia de la cultura española contemporánea, me conformo con recordarles otra crítica de un miembro prominente de la Generación del 27 a Menéndez Pelayo. Se trata de Dámaso Alonso. Es un poeta que marcó en la adolescencia a mi amigo Ángel; desde que leyera en COU su Hijos de la ira, el ya maduro doctor Cidad nunca olvida dos damasinos versos. Son tan duros como la guerra que los inspiró:
Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres
(según las últimas estadísticas).
Pues bien, todavía en el año 1956, en la celebración del centenario del nacimiento de don Marcelino, Dámaso Alonso en un libro extremadamente contradictorio publicado en la editorial Gredos, en una colección que él mismo dirigía, titulado Las palinodías de don Marcelino [5], lo criticó con acritud por no haber entendido la cultura alemana en general, y a Heine en particular. Y, de paso, denunciaba, desde luego con pocos argumentos, que Menéndez Pelayo no se hiciera cargo de la gran revolución romántica que había desembocado en España en la figura de Gustavo Adolfo Bécquer. Escasas pruebas presentaba Alonso, y sí mucha mala retranca académica contra el humanista más sabio del siglo XIX y del XX. Y, peor que desmentido, patéticamente ridículo queda el comentario de Alonso sobre el maltrato dado a Bécquer por el santanderino, cuando nos percatamos de que en la antología de Menéndez Pelayo sobre las Cien mejores poesías (líricas) de la lengua castellana, aparecen no una sino dos rimas de Bécquer: Qué solos se quedan los muertos y Del salón en el ángulo oscuro.
La corrección
Un "ciudadano libre de la república de las letras", lema de Feijoo adoptado por Menéndez Pelayo, es siempre incómodo para quien está asentado sobre las fórmulas de lo políticamente correcto. Y la corrección en esa época, años cincuenta, había sido impuesta por la Generación del 27: Menéndez Pelayo no comprendió ni valoró a Góngora, a Bécquer, a Rosalía de Castro, al simbolismo francés y, en general, a la gran poesía que en su tiempo se hacía en Francia, Inglaterra y Alemania. El juicio me parece tan exagerado que es casi un prejuicio. Y, sin embargo, es menester reconocer que hay algo muy incorrecto, quizá muy valioso, en el libro de Dámaso Alonso, como antes había en la crítica de Gerardo Diego. No quieren caer en el ditirambo ni en la censura gratuita a Menéndez Pelayo.
Alonso pretende una aproximación admirativa a la figura de Menéndez Pelayo: "Don Marcelino sube toda su vida hacia la majestad, la serenidad, y en sus últimos años le contemplamos astro exento que en toda dirección emite rayos y recibe toda vibración cósmica". Fue un gigante solitario. "Leía para escribir y, según iba leyendo, iba penetrando en mundos nuevos y juzgándolos con amor". Le faltó tiempo y colaboración: "¡Qué páginas maravillosas perdió la historia de la literatura española!" "¡Qué pena", se lamenta Dámaso Alonso, "que el maestro no viviera veinte años más, porque entonces los jóvenes de 1927 con el entusiasmo por Góngora y nuestro amor y admiración por Menéndez Pelayo, nos habríamos acercado a él y le habríamos convencido".
Fuera cual fuera el resultado de ese planteamiento contra los hechos, contra la inexistencia de lo que hubiera podido ser, una cosa es meridianamente clara para Dámaso Alonso, embarullado crítico, magnífico poeta y gran filólogo, en Menéndez Pelayo nadie hallará una página que se pudiera llamar baladí. Esta expresión no es imaginaria. Recoge la perfección de la realidad: su existencia. Lo inexistente, la gran obra imaginada, o pensada, pero nunca realizada solo puede valorarse como mera quimera. La existencia es lo decisivo. No cuenta lo inexistente. La expresión de Dámaso Alonso recoge la descomunal trascendencia de la obra científica de Menéndez Pelayo.
Pero esto lo dejo para otro capítulo, mientras espero la respuesta del brujo de Villahizán a esta pregunta: ¿se atrevería el doctor Cidad Vicario a poner en una pared de su clínica: "Menéndez Pelayo no escribió ninguna página baladí (Dámaso Alonso)"? ¡Quién sabe! Pero, si lo hiciera, sería un bello homenaje de un poeta del 27 al mayor humanista de España del XIX y del XX.
[1] Traum der Sommernacht, phantastisch/ Zwecklos ist mein Lied! Ja zwecklos/ Wie das Leben, wie die Liebe!/Wittert nicht darin Tendenzen.
[2] HEINE, H.: Atta Troll, trad. de Jesús Munarriz. Hiperión, Madrid, 2011. El argumento es simple: el oso Atta Troll, prisionero de un antiguo combatiente carlista que lo exhibe como atracción de feria en el pueblecito francés de Cauterets, se escapa para huir a su cueva de la brecha de Roland, en lo más agreste de los Pirineos. España, según algunos intérpretes de este largo poema, no queda bien parada. Habría sido descalificada culturalmente por Heine. ¡Quién sabe! Cierto es sin embargo que el Heine maduro varias veces acarició la idea de venir a vivir a España: "Estoy pensando siempre en España, y me siento irresistiblemente arrastrado hacia Madrid. Quiero leer alguna vez el Quijote en la Mancha; además, espero perfeccionar allí mucho mi construcción de asonancias". (Carta de Heine a A. Lewald, 21. XI.1836).
[3] Diego, G.: "Menéndez Pelayo y la historia de la poesía española", en VARIOS: Estudios de Menéndez Pelayo. Editora Nacional, Madrid, 1956, pág. 174.
[4] DIEGO, G.: Poesía española. (. Cátedra, Madrid, 2007.
[5] ALONSO, D.: Menéndez y Pelayo, crítico literario. (Las Palinodias de Don Marcelino). Biblioteca Románica Hispánica. Editorial Gredos, Madrid, 1956.
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