No hay que ser César…
No hay que ser un testigo de los acontecimientos dizque históricos para poder emitir un juicio sobre ellos.
El viejo apotegma "No hay que ser César para entender a César" constituye la base del entendimiento de la Historia o de cualquier otro fenómeno colectivo contemporáneo. Naturalmente, se apoya en la condición de que las opiniones sean instruidas, mínimamente documentadas.
Mi reciente artículo sobre Cuba ha dado pie a algunas críticas de ciertos lectores, particularmente desasosegados con mi tesis. Uno inquiere por las fuentes de conocimiento que yo tengo; otro me pregunta sobre mi experiencia personal sobre la realidad cubana. La verdad es que me baso, humildemente, en testimonios ajenos y en la aplicación de mi capacidad de razonar. No, no he estado en Cuba, y bien que lo siento. Hace bastantes años, residiendo yo en Barcelona, en el apogeo de Fidel Castro, solicité al consulado de Cuba en la ciudad un visado para visitar la isla. Era yo tan ingenuo que avancé el propósito de entrevistar a Castro. El cónsul me llamó y me sometió a una larga entrevista, un tanto inquisitorial. En realidad, era una especie de examen para averiguar las razones de mi curiosidad o mi interés por el régimen cubano. Tardó la respuesta del diplomático y fue muy escueta: no era procedente que yo visitara Cuba. Así que me quedé con las ganas.
La frustración por no haber sido espectador de la situación cubana me recuerda otro suceso particular de mi larga estadía en Barcelona. El amable rector de mi universidad, un hombre culto y liberal, me invitó a comer en su casa, con otros colegas, para tener una distendida conversación política. El asunto acabó centrándose en la época de la II República, por ejemplo, si había fracasado o no en sus intentos liberadores de la vida política española. En esto que la esposa del rector intervino para espetarme: "Pero, vamos a ver, tú ¿cuántos años tienes? Porque no puedes hablar con tanta seguridad de los sucesos o los personajes de la República, al no haberla vivido". Creo que le contesté con la pedantería propia de mi condición: "Como dijo Max Weber, no hay que ser César para entender a César".
A lo que voy. No hay que ser un testigo de los acontecimientos dizque históricos para poder emitir un juicio sobre ellos. Aquí interviene una suerte de arte de la interpretación de los sucesos que solo se conocen de forma indirecta. Naturalmente, uno puede equivocarse, aunque no es fácil encontrar un juez imparcial que pueda dictaminar sobre el asunto. El mejor planteamiento es que cada uno exponga su particular versión sobre la cuestión.
El contraste de opiniones exige una condición rara de cumplir: que se respete la libertad para expresarlas. Lo contrario sería, por ejemplo, que funcionara una especie de ley que nos dijera lo que hemos de pensar para tener contenta a la autoridad competente. Es lo que se denomina ortodoxia. No importa que se disfrace de memoria democrática. (Hay que ver lo bien que suena tal altisonante expresión). El hecho es que esa ley sería una atrocidad. Lo malo es que se halla vigente en nuestro país, y encima afecta a los sucesos que discutíamos en casa del rector de mi universidad barcelonina. Es decir, tanto en el franquismo como ahora mismo, trata de imponerse la ortodoxia, en su literal y más lamentable de los sentidos. Pero los que mandan no nos van a amedrentar con su manera de ver las cosas. Los heterodoxos somos muchos.
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