Al comienzo del verano, entre olas de calor y sandalias en el metro, la vida es más o menos previsible. Uno guarda el edredón y trata de mentalizarse para sobrellevar lo mejor posible el insomnio que se aproxima igual que Atila, con sus hordas de cuarenta grados y su palpable fatalismo, pero más allá de eso no concibe más sorpresas que las que pueda deparar algún fichaje tempranero del Madrid. La rutina laboral se impone, como suele, y quizás la única alteración notable sea esa felicidad extraña que va ligada a las promesas en el aire. Aquello de imaginarse en la playa o en el pueblo, posiblemente en bañador y disfrutando de moverse mucho o de moverse poco, da lo mismo, siempre que no sea por obligación. Luego avanzan las semanas y con ellas la ansiedad por engañarse, que es la manera que tiene el ser humano de improvisar seguridad ante el futuro incierto. El gazpacho se nos presenta entonces como la pócima quemagrasa definitiva –al fin y al cabo, qué hay más sano que ensalada en vaso–, capaz de hacernos perder en cuatro días lo ganado en cuatro años; o se nos acumula en el costado la necesidad imperiosa de llenar maletas con libros que jamás hemos leído, ni siquiera cuando estuvimos en el paro y teníamos más tiempo que Bill Murray en Punxsutawney.
Lo de leer tal vez sea una de las mentiras más generalizadas e innecesarias que hayan existido nunca. Algo así como fingir en el colegio que se ha morreado con alguna chica ilocalizable, de las que se pierden en la orografía de las vacaciones. En realidad a nadie le aporta demasiado conocer las profundidades de la biblioteca ajena, así que sigue siendo indescifrable esa tendencia humana por buscar prestigio en algo que no sólo no lo da, sino que incluso puede llegar a arrebatarlo. Aún me acuerdo de aquella vez que traté de ligar fardando de intelectual y me quedé pillado al descubrir que no era capaz de nombrar a tres cantantes de trap. Entonces constaté lo inevitable: que uno sigue igual de incapacitado para desenvolverse más allá de sus cuatro temas predilectos y que el estatus cambia en función de los ambientes, lo que supone una putada para todos aquellos que tenemos menos recorrido que el cordón de Woody, el muñeco parlante.
Leer interesa a mucha gente, pero sobre todo a la que no siente pasión por ir contándolo. Esa que ha ido descubriendo con el tiempo que los libros abren caminos pero no obligan a recorrerlos, y que hay más sabiduría en una abuela analfabeta que en mil chavales con lecturitas. Aunque esto ya lo ha dicho mucha gente y no es cuestión de alargar demasiado el lugar común. Hablaba del verano porque es la época del año en la que más se activa este vulgar comportamiento. Debe de ser por la abundancia de tiempo, claro, y por la creencia extraña que aún colea y que hace pensar que es mejor sufrir metiéndose ochocientas páginas que gastar la vida en una siesta eterna. Se vienen los días de las listas interminables de libros en Twitter y de las fotos de piernas como salchichas en la playa, con su bronceado sublime y la novela abierta en alguna página al azar. Y lo peor es la presión creciente que obliga a que uno acabe leyendo más de lo que en realidad desea, convirtiendo el placer del pasatiempo en agotamiento laboral. Yo ya he dividido mi agosto concienzudamente y he trazado el plan perfecto para falsear mi acción lectora. Para más información, síganme en redes.