La institución de la escuela o el colegio pesa tanto en nuestros usos y costumbres que la tradicional vacación escolar de verano se ha convertido en las interminables vacaciones para todos. Se utiliza el plural, como se hace otras veces con ciertos ritos de holgorio o de suelta de emociones: así, las oposiciones (a funcionarios), los exámenes, los toros, los carnavales, los fuegos artificiales, los sanfermines, las elecciones. Se trata de un plural porque afecta a muchas personas a la vez, y eso produce una explosión de sentimientos.
Estas vacaciones estivales son un tanto raras, por causa de la pandemia del virus chino (ahora, de otras nacionalidades) y la crisis económica, ambas muy agudas. En los jóvenes, explosiona el ánimo extravertido, incapaz de aguantar más el confinamiento, las restricciones a la movilidad y la miseria de las magras perspectivas de empleo. Menos mal que, como compensación, se hace máxima la afición al espectáculo futbolístico y los comentarios consiguientes. Esta es la auténtica fiesta nacional. No hace falta que se ocupen las gradas de los estadios. El fútbol viene a ser, para muchos, el equivalente de la religión de antaño. Panem et circenses, decían los antiguos romanos. El pan equivale, ahora, a la necesidad del terraceo o los chiringos playeros, donde se charla, se bebe y se comisquea. Los juegos de circo se traducen por los juegos olímpicos (también ahora sin espectadores presenciales). Todos los deportes se hallan en alza, pero sobre todo el fútbol, la única afición masiva y universal. Nótese que los futbolistas no necesitan mantener la distancia física y otras exigencias que impone la disciplina de la pandemia. Además, los equipos de fútbol suelen identificarse con un territorio local o nacional, lo que se presta a efusiones nacionalistas. Es lástima que el himno nacional español carezca de letra. Su audición se ha reducido a las competiciones deportivas internacionales.
Por encima de todo, las vacaciones impelen a moverse frenéticamente, a cambiar constantemente de decorado. Es una suerte de espíritu de mariposa o de golondrina, que nunca paran quietas mucho tiempo. Se comprenderá el choque que significa esa costumbre con las cautelas que imponen la pandemia y la escasez de recursos que trae consigo la crisis económica. Tanto es así que los que durante el verano no nos movemos del domicilio pasamos por extravagantes o insolidarios. Llegará el caso de que una conducta así pueda ser considerada una infracción susceptible de multa si no se invocan razones médicas.
Traigo a colación una noticia inquietante de esta canícula. En Canadá, los termómetros han dado 49 grados centígrados a la sombra. La ola de calor (la "bestia africana" se ha dicho) ha llegado a otras partes del hemisferio norte. Podríamos pensar que la Tierra altera su regular movimiento de las estaciones e incluso la ubicación tradicional de los polos. Sería un acontecimiento apocalíptico. Lo que se dice del manido calentamiento global es poca cosa si se llega a extremos como el de Canadá. Lo siento por los osos blancos. Falta la correspondiente información de que, en el correspondiente invierno de Tasmania o del Estrecho de Magallanes, los termómetros alcancen los 49 grados bajo cero. En cuyo caso, no parece que, para conjurarlo, haya que dejar de comer carne, como predica el ministro de Consumo.
Ante las lógicas restricciones a los viajes, por causa de la pandemia y de la crisis económica, tendría que haberse desplomado el precio de la gasolina o del kilovatio. Nada tan elemental como la ley de la oferta y la demanda. Ha ocurrido todo lo contrario, lo que no acierto a explicar. En estos días, el coste de la energía se ha puesto por las nubes. La enorme inversión en coches eléctricos será poco rentable para los viajeros. Tal inesperada situación acelerará la llegada de los motores de hidrógeno; después de todo, se trata del elemento más abundante en la Tierra y el universo. Produce vergüenza que todavía no hayamos podido dominar la manipulación de una fuente energética perfectamente renovable como es el hidrógeno.