El ambiente de la crítica política está cargado de ideología. De mentira. Me refugio en la lectura. He pasado la tarde leyendo en un libro de Menéndez Pelayo. Creo que inventó la crítica literaria. Ojalá fuera leído por los mediadores entre los autores y los lectores. Aprenderían mucho para su importante misión. El crítico literario aún tiene utilidad en la república de las letras. El buen crítico nunca estorba. Porque es un lector más atento de lo normal, incluso de sensibilidad más aguda, casi siempre es un buen guía para el público.
Pero yo no leo a don Marcelino por trabajo sino por placer. Amenidad, inteligencia y pasión encuentro en sus obras. Estos motivos son una invitación permanente para conversar con un sabio. Por otro lado, son los componentes esenciales de su prosa extraordinaria. Su lectura jamás fatiga. Unamuno dijo que Menéndez Pelayo escribió la mejor prosa del siglo XIX. Azorín y Alfonso Reyes mantuvieron algo parecido. Acertaron. Su prosa es hoy tan seductora como en su época. Nunca nos cansa.
Junto a su forma natural de escribir, que llegó hasta el punto de no notarse el estilo, creo que su escepticismo es la base de su pensamiento. Su escepticismo es radical, imposible de desligar de su entusiástica defensa de la libertad artística, es nota clave de su pensamiento. Tres ejemplos de refinado escepticismo son sus lecturas del padre Feijoo, de Luis Vives y, en general, de eso que él llamó los antecedentes españoles del escepticismo y el criticismo moderno. Después de pasar revista a la querella de los antiguos y los modernos, no sin dejar de mostrar sus objeciones al espíritu del cartesianismo que había declarado su “hostilidad contra la tradición en todas las esferas”, hace un canto del padre Feijoo, una figura paradigmática de todos los insurrectos e intransigentes del romanticismo contra el dogmatismo preceptista del siglo XVIII. Basta el reconocimiento explícito del sabio sacerdote sobre la esterilidad de las reglas “racionalistas” para que Menéndez Pelayo alabe su filosofía:
¡Qué espíritu tan moderno y al mismo tiempo tan español era el padre Feijoo! No vamos a juzgar ahora de las extremosidades de su doctrina ni mucho menos de lo que tiene de apología pro domo sua. El padre Feijoo era un verdadero insurrecto.
El escepticismo de Menéndez Pelayo es seductor para un tiempo dominado por dogmas y fanatismos. Bebe en las fuentes de la gran filosofía cínica de la antigüedad y muestra toda su potencia crítica en la lectura que lleva a cabo de la obra de Kant desde la atalaya de la Filosofía del Renacimiento español. Su investigación sobre los orígenes escépticos del criticismo kantiano, en verdad una auténtica historia de la filosofía escéptica, será una referencia clave para leer las continuidades y las rupturas de la filosofía española desde el siglo XVI hasta el siglo XX. Esa crítica, en realidad esa genial defensa del escepticismo, puede extenderse hasta hoy, entre otras razones, porque afecta o toca al núcleo del más grande filósofo español de nuestra época: José Ortega y Gasset.
Tengo la sensación de que el escepticismo de Menéndez Pelayo es más que un adelanto de una filosofía de la razón vital. Es el mayor precedente de nuestra época para llevar a cabo una historia crítica de la razón cínica, o sea de la ideología. En fin, nadie en España ha sido capaz de plantear con tanta radicalidad y determinación la defensa de una filosofía escéptica como MMP. Fue su especial manera de enfrentarse a los engaños, ideologemas y dogmatismos contenidos en una filosofía de la razón absoluta. Su crítica a la Metafísica aún no ha hallado parangón en la historia del pensamiento español de nuestro tiempo:
La Metafísica nada tiene de ciencia exacta, y en este punto, queriéndose o sin quererlo, todos somos más o menos escépticos, por supuesto, en el buen sentido de la palabra. ¿Qué ha de enseñar la Filosofía, si no enseña a ignorar a tiempo y a confesar razonadamente esta docta ignorancia? Por eso el gran filósofo de Valencia la definía ars nesciendi.
Este magistral canto al escepticismo de su época es el tributo que rindió Menéndez Pelayo al mayor santo laico de la historia entera de la filosofía: Sócrates. He ahí un adelanto sutil a la reflexión más contundente que se haría, más tarde, en la Europa de la segunda mitad del siglo veinte, sobre los límites del pensamiento, cuyo principal protagonista, Ortega y Gasset, sintetizó en frase imperecedera: “Saber que no se sabe constituye, tal vez, el más difícil y delicado saber”.