Escribo el día 28 de febrero, el Día de Andalucía, y celebro el verso de Aquilino Duque, el más grande escritor vivo de Andalucía y quizá de España: “Tienen los andaluces por patria el universo”. Escribo el último día de febrero para recibir marzo con la misma queja de ayer. Marzo. Nuevo mes y misma ruina. España es un país sin pulso. No hay dinero para la ciencia. Lo roban todo los políticos. Un jubilado de 73 años, Mariano Esteban, grandioso investigador, durante muchos años trabajó en USA, un investigador, cuyo salario no llega a 1600 euros al mes, y tres ayudantes-becarios conforman el grupo de investigación que está a punto de descubrir una vacuna contra el Covid-19. Eso es España. Nada. Estamos peor que en tiempos de don Santiago Ramón y Cajal. Esto está muerto política y culturalmente. ¿Para qué sirven 22 ministerios y no sé cuántas otros organismos dependientes del Gobierno si no hay dinero para pagar a cinco investigadores?
Me refugio en mi biblioteca. He pasado todo el domingo leyendo en algunos libros. Comienzo con dos recientes. Leo con desgana una acumulación de afirmaciones generales, difíciles de rebatir, contra la gran traición de Sánchez a la democracia, en un libro de combate de Rosa Díez, titulado con acierto La demolición. Nada que objetar, aunque no comparto la optimista aseveración de la última página: “España es un país culto, serio, con ciudadanos mucho más inteligentes y capaces que su gobierno”. No. Esto es un país de bares y salarios de esclavos para los científicos.
Leo en otro libro, titulado Filosofía ante el desánimo, escrito por el señor Ruiz, que es posible construir un “pensamiento crítico para construir una personalidad sólida”, pero es tan políticamente correcto, tan lleno de generalidades y tan falto de carne política y ciudadana, o sea tan carente de pensamiento crítico, que me da motivos para no salir de mi desánimo. Dice este buen hombre que no debemos confundir las ideas con las ideologías. Las primeras “suelen ser dinámicas y se reconfiguran con el devenir de los tiempos, pero las ideologías suelen estar más mitologizadas y se embadurnan de sentimentalismo estático”. Atildado es el lenguaje de la cosa. Pero quizá oculta lo fundamental: la ideología es una mentira institucionalizada para degradar a los ciudadanos hasta convertirlos en borregos, o sea votantes de Sánchez.
Logro sobreponerme de mis anteriores lecturas y me entretengo un ratito con la biografía de Stéphane Courtois sobre Lenin, que ha sido subtitulada El inventor del totalitarismo. Esta obra promete; pero, por si acaso me equivoco, lo dejo para mejor ocasión. Hoy mi estado de ánimo necesita algo más fuerte. Reviso el Lenin de Trotski. Mi edición es una magnífica traducción del ruso del año 1972, en Ariel, de José Laín Entralgo, el hermano comunista de Pedro, con una magnífica introducción histórica de Jesús Pabón, presidente de la Academia de la Historia. También acompaña a esta edición un texto apologético de esos dos personajes de André Breton, traducido por Pere Gimferrer, y un epílogo de Moreno de Arteaga sobre Trotski en España. ¡Qué magníficas ediciones se hacían en la España de Franco! El libro es una joyita para estudiar a dos psicópatas. Han marcado, junto con Stalin, el devenir terrorista de nuestra época. Sus seguidores se cuentan por millones.
En España, aún hoy, existen gente dispuesta a matar por ese personal. No deja de ser una cuestión para meditar por qué, después de la caída del comunismo en 1989, se sigue cultivando el culto al comunismo. Comprendo el esmero propagandístico que se hizo de esta obra en la España de Franco, porque aún no se sabía con certeza los millones y millones de víctimas del comunismo, pero seguir citando hoy a esos personajes como referencia de emancipación para la humanidad me resulta incomprensible.