Llevo más de media vida componiendo artículos periodísticos (ahora, digitales) todas las semanas. Es un género circunstancial, sin tiempo para el trabajo a conciencia que requieren los libros. La ventaja es que, por su misma inmediatez, los artículos se prestan al interés de los lectores para pensar con mayor sosiego. Así pues, no extrañará que mis colaboraciones contengan errores, provoquen rectificaciones por mi parte y originen algunas pequeñas polémicas en un vaso de agua.
El elemento común de estas piezas mías es la crítica del progresismo dominante, sobre todo, su versión apocopada de lo progre. Bien, es un sesgo ideológico, pero es el mío. Puede que, en tal deriva, influya el factor edad, uno de los pocos que son difíciles de cambiar.
Tampoco voy a presumir de originalidad. Muchas de las ideas propias son, simplemente, heredadas o compartidas por el ambiente intelectual, en el que me he movido. Confieso un secreto del oficio: una gran parte de las ideas me vienen al caletre durante los insomnios. Quizá, sean préstamos de olvidadas autoridades, personales o escritas. Por eso, las ideas acaban por ser, más bien, creencias. Es sabido que los intelectuales se pirran por las dicotomías. Esta, que contrapone las ideas a las creencias, es una de esas dualidades, que entusiasmó al eximio José Ortega y Gasset. No se mantiene.
Me resulta imposible anotar todas las posibles rectificaciones, que debería hacer a raíz de las sugerencias recibidas. Con algunos amigos (por ejemplo, Juan Luis Valderrábano o José Luis García Valdecantos, entre otros) mantengo correspondencia continua sobre los puntos debatidos en los artículos. Antes, era compartiendo un chocolate con churros; ahora es “en línea”. Un antiguo alumno, ahora catedrático, Ángel Martínez de Lara, me corrige la ortografía de mis escritos. Con Maciej Rudnik, profesor de español en un Instituto de Varsovia, mantengo interesantes conversaciones telemáticas sobre los usos del castellano coloquial. Sería tedioso ofrecer, aquí, el repertorio de los correos cruzados con tantos lectores. Me suelen criticar el cúmulo de especulaciones, que yo me atrevo a lanzar, respecto al futuro. En ciertos casos, rectifico; en otros, me reafirmo.
De todas formas, algunos errorcillos sí debo destacar, porque dan pie a ulteriores elucubraciones. Por ejemplo, Santiago Tamarón se queja de que yo reserve la palabra almuerzo para el vocabulario de los que mandan en Madrid. Se refieren a la comida, en las primeras horas de la tarde, a poder ser, fuera de casa. El cultísimo embajador sostiene que, en Andalucía, todas las clases sociales utilizan el almuerzo en el mismo sentido. Redarguyo que, en Castilla y en otras partes de España, el almuerzo es, más bien, el bocado o pasto breve, que se toma a media mañana. Rectifico la exclusividad de los que mandan en Madrid, cuando quedan para almorzar.
Alguna vez, me he referido a un interesante experimento que se produce en la China actual: la traslación de la escritura ideográfica al alfabeto latino, ya universal. Mi corresponsal, Guillermo Bogao, empresario en China, me corrige. El pinyin (escritura china con el alfabeto latino) ha pasado la prueba experimental; es una práctica común en todos los medios chinos. Me congratula tal avance. Sigue en pie mi queja sobre la falta de libertades en China.
José Luis de Miguel, insigne arquitecto, me recuerda que las mariposas no son tan efímeras, como yo digo; hay especies que viven días, meses, años. Bien, mi afirmación sobre “la mariposa de un día” pretendía ser una verdad poética, no entomológica.
Massimo Turbini-Bonaca, un italiano del Renacimiento, me critica mi ausencia de explicación sobre las causas del retraso educativo de España. La verdad es que no logro aclarar el misterio. Sigo dando vueltas al asunto, como podrá comprobar el lector que me siguiere.
Pido perdón si, a veces, introduzco palabros que no están en los diccionarios. Sin embargo, no lo hago por capricho; son voces que están en el ambiente.
Como puede verse, esto de asomarse de cutio a la pantalla del ordenador es el cuento de nunca acabar.