No me cabe duda: uno de los acuciantes problemas de la vida española es que se escribe y se lee poco y mal. Si ha entrado usted en este artículo, es que pertenece al selecto gremio de las personas que pretenden disfrutar con el inveterado placer de la lectura. Acaso, se le plantee una dificultad: cómo aprovechar, mejor, el tiempo, siempre escaso, para dedicar un rato a leer. Daré unas simples reglas, para el caso de textos de no ficción.
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Fuera de los casos de lecturas emotivas (poesía, cartas personales, etc.), lo mejor es “leer en diagonal”. Es decir, resbalar la atención por el texto, para quedarse con la sustancia. Es lo que hacemos, muchas veces, de forma espontánea. Pero se puede forzar, un poco más, el método, hasta hacerlo sistemático.
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La experiencia me dice que los primeros capítulos de un libro de ensayo o similar suelen trasmitir más información que el resto.
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Dentro de un capítulo, los primeros párrafos contienen más enjundia que los últimos. Incluso, dentro de un párrafo, las primeras frases suelen ser más útiles que las finales.
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Las frases interrogativas, sobre todo, cuando van seguidas varias de ellas, no suelen tener mucho interés; es mejor saltárselas.
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No estorba, sino que ayuda, el hecho de embaularse varias lecturas al mismo tiempo; naturalmente, una detrás de la otra.
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Se entiende, mejor, un escrito, cuando se conoce, personalmente, al autor. Si eso no es posible, sirve de mucho tener una idea de algunos de sus aspectos biográficos.
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Si hay tiempo y ganas, la operación de leer resulta más beneficiosa si se tiene a mano un diccionario. No hay por qué consultarlo a troche y moche; solo cuando convenga. El de la Real Academia Española no suele ser el más conveniente.
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Resulta muy útil, al leer, tener a mano lápiz y papel, aunque esto pueda ser una manía mía, que no hay por qué seguirla al pie de la letra.
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Es un buen ejercicio deportivo leer en condiciones ambientales, que parecen poco propicias. Por ejemplo, en un viaje en tren, con la interferencia de los ruidos callejeros o de conversaciones ajenas. Recuerdo con delectación mis lecturas de cuando la mili: las ejercía en los “descansos” de la formación de orden cerrado. Era algo que exasperaba al capitán; ahí residía el secreto placer.
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La lectura sirve de poco si es solo por obligación; por ejemplo, la que se efectúa como preparación de un examen. Hay mil ardides psicológicos para la tarea de trasegar los libros de texto. Por ejemplo, hacer resúmenes personales. No recomiendo el uso de rotuladores fosforescentes para superponer sus trazos a las frases más relevantes. Tal operación suele ser un estímulo negativo: lo subrayado se olvida con facilidad; la mente lo rechaza.
Veo que, sin pretenderlo, me han salido diez consejos. El decálogo ha sido, muchas veces, un buen método didáctico, desde los Mandamientos de Moisés hasta el sistema métrico decimal de la Revolución Francesa. El cabalístico número 10 se halla, también, en la naturaleza. Dicen los físicos, con la “teoría de cuerdas”, que son diez las dimensiones del espacio-tiempo. Siempre había creído que eran, solo, tres (altura, anchura y profundidad). La verdad es que me acabo de tragar una versión, para los no profesionales, de la “teoría de cuerdas”. Es lo más abstruso que pueda uno imaginar. Me anima la idea de que las divagaciones sociológicas son mucho más sencillas.
No es casualidad que nuestro héroe nacional, don Quijote, se volviera loco de tanto leer. Está en nuestras tradiciones que la costumbre de manosear libros no es buena consejera. Recuerdo que, en la Biblioteca Municipal de San Sebastián, a la que acudía de chico en la tarde de los jueves (era no lectiva), el ordenanza me imprecaba: “¡Anda, chaval, deja tanto libro y lárgate a la Concha, a dar patadas al balón!”. Por entonces, me deleitaba yo con Chesterton y Julio Verne, entre otros maestros. En el Colegio de los Marianistas, disponíamos de una pequeña biblioteca en cada curso. Los sábados por la mañana dedicábamos una sesión para tales lecturas. Ignoro lo que leerán, ahora, los chicos y chicas del mismo colegio.