Apología y miseria del prejuicio
Solo manteniendo los prejuicios todo lo que se pueda, el sujeto obtendrá el necesario reconocimiento por parte del prójimo, de los próximos.
Las pasiones del cuerpo, de los sentidos, son bastante vulgares, y sobre ellas está casi todo dicho. Las grandes pasiones del alma, de los sentimientos, son más recónditas, se hallan condicionadas por la cultura (lo heredado y valioso) y por los misteriosos afectos. Selecciono tres, relacionadas entre sí.
La primera es la pasión autobiográfica. Cada persona es un haz de prejuicios o conclusiones indemostrables, que se forman a lo largo de las vicisitudes y los encontronazos de la vida. Simplemente, destacan unos, heredados o experimentados, que se mantienen porque han dado resultado. El sujeto trata de ser coherente con ellos para dar sentido y seguridad a su vida. Solo los dementes pueden prescindir de tal inercia.
La segunda es la pasión narcisista. Consiste en el continuo esfuerzo por minorar la culpa que ha ido derivándose de los errores y altibajos de la vida. Para ello hay que situar al yo en el centro del mundo, un yo que no debe mostrar que se equivoca y al que los demás admiran. Puede parecer una ficción, pero funciona.
La tercera es la pasión autoritaria. Se manifiesta al desarrollar el principio de que uno tiene razón en las continuas discusiones cotidianas con todos los demás. No consiste solo en tener razón, sino en imponerla a los otros, incluso, en el caso extremo de que haya que emplear la persuasión o la fuerza, el ordeno y mando. Por eso la pasión autoritaria es tan central en la vida política.
El elemento común a las tres pasiones es el prejuicio, la palanca que mueve al mundo, al dar seguridad a las propias convicciones, desde las más elementales a las de naturaleza científica o religiosa. Solo manteniendo los prejuicios todo lo que se pueda, el sujeto obtendrá el necesario reconocimiento por parte del prójimo, de los próximos. Es el deseo universal por excelencia.
Los prejuicios son, así, la cosa más natural del mundo, aunque tengan tan mala prensa, lo que lleva a disimularlos. Son tan necesarios como la ley de la gravedad o el aire que respiramos. Dueños (o esclavos) de sus prejuicios son tanto los profesionales universitarios como las gentes del común. En la formación del haz de prejuicios interviene mucho la familia, la escuela, el grupo étnico o etáneo, el ambiente donde uno se mueve. La vida se va tejiendo con el huso de los prejuicios o verdades indemostrables sobre los asuntos más nimios o los más trascendentales. Constituyen una especie de mentalidad defensiva para demostrar que se tiene razón en las múltiples controversias, que se presentan en la vida de forma inexorable. Se trata de una estructura bastante rígida. Es lo que explica que sean tan lentos y arduos los cambios de opinión y, no digamos, los que cristalizan en las corrientes religiosas, políticas o de pensamiento. El pueblo ha sabido sintetizar el poder del prejuicio en algunas máximas: “Cada uno ve la feria como le ha ido en ella” o “todo es según el cristal con que se mira”.
La gran pregunta que se hacen los profesionales (y todavía más, los aficionados) de las ciencias sociales es: ¿por qué piensan de un modo característico y previsible las personas, los conjuntos sociales? La explicación decisiva no reside en las condiciones materiales de vida, ni siquiera en la socialización familiar o escolar. Hay que buscarla en la coraza de prejuicios con la que se protege el sujeto. Ya sé que es una explicación circular, pero es la que funciona.
En el acontecer de la vida social no hay, propiamente, hechos, ni pruebas. La vida no es un proceso judicial, si bien los jueces, fiscales y abogados también tienen prejuicios. Lo que interviene, de modo axial, es la interpretación prejuiciosa de los datos, de las experiencias de cada uno, de los hechos, que parecen tan objetivos. No parece una situación excelsa, pero es la real. En inglés se emplea mucho la expresión introductoria in fact. Por mimetismo, también en castellano recurrimos al “de hecho”. Suele ser un engaño. Es la manera más sutil de esconder un prejuicio.
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