Desde hace algunas semanas un amigo, siempre que puede, me comenta entusiasmado lo contento que está con su novela: “¡Podría haber escrito lo mismo centrándome en las relaciones de los niños en el colegio!”, exclama después, como si lo que quisiera decirme realmente es que el problema de cualquier adulto fuese haber creído ingenuamente que con la pubertad termina todo. Como es lógico, ante esas muestras de efusividad descontrolada lo único que me sale a mí es mirarle sonriente y continuar con mis asuntos, que no son tantos. A veces le agarro los antebrazos, cuando se agitan demasiado, y trato de estabilizarlos, por aquello de que no rompa nada de valor. Después me siento, cuando pienso que el ruido se ha reducido lo suficiente como para pasar por chisporroteo, y me abandono a la imaginación. No me mueve la condescendencia, todo hay que decirlo —ya me habría gustado a mí escribir esa novela—, sino más bien una nostalgia extraña que, al hilo de mi educación televisiva, sólo sé paliar volviendo los ojos para adentro, como los caracoles, mientras observo cómo las gotas de lluvia relamen mi reflejo en la ventana.
Acurrucado por sus sonoras elucubraciones, se me suele llenar la cabeza de diálogos. Comienzo a recordar, por ejemplo, al chaval que observaba a los adultos con envidia desde su pupitre; y lo comparo con el adulto que contempla, años después y con la misma envidia, a los estudiantes desde su escritorio. Mi amigo les diría que nada les diferencia en realidad, que lo único que están haciendo es compararse con ellos mismos, pero las paradojas casan mal con la melancolía, así que tampoco suelo explorar muy a fondo esos derroteros. Me interesan más otros asuntos, como el enigma bíblico que dice que para entrar en el reino de los cielos habría que ser como los niños. A mí se me ocurren pocos lugares menos paradisíacos que el patio de una escuela, ciertamente, aunque tampoco sabría decir, al fin y al cabo nunca he conseguido aprovechar los privilegios de la edad. Otros están más puestos en esos temas. Que algunos hayan demostrado que la pose de Mesías sirve para acceder al Gobierno podría explicar más de lo que parece en un primer momento. De ahí se comprendería, por ejemplo, esa regresión de Echenique a los años de instituto, instaurándose en matón en las redes y burlándose de aquel partido disminuido que no sólo le entrega su bocadillo en el recreo, sino que además le pregunta de qué lo va a querer mañana. Aunque también podría ser que su Twitter forme parte de una de esas campañas imaginativas contra el bullying que de vez en cuanto se vuelven virales. En estos tiempos nunca se sabe.
Fuera de las redes, los políticos discuten sobre si los hijos son de los padres o del Estado mientras educan sin saberlo a los ciudadanos con su ejemplo. Unos mandan cartas exculpatorias a sus militantes despechados, igual que adolescentes aprendiendo a amar; otros hinchan el pecho y se adornan las muñecas con banderas, o se colocan abalorios en el ojal; y todos claman e interrumpen poniendo en práctica coreografías imaginativas para parar la clase que, a poco que tuviesen algo más de ritmo y actores atractivos, podrían pasar por ensayos para la nueva secuela de High School Musical. Viendo los plenos del Congreso lo único que no termina de quedar claro es si lo que pretenden los mayores es instruir a los más jóvenes enseñándoles la vergüenza ajena que puede dar el mal comportamiento. Algo parecido al padre que ante los berridos de su niño se pone a berrear más alto, aunque sólo sea para dejarle claras las jerarquías. Pese a todo, a mí se me ocurren otras posibles interpretaciones. La versión más extendida dice que Unamuno le explicó a Millán Astray que los lisiados que no poseen la grandeza espiritual de Cervantes son los líderes más peligrosos, pues no suelen resistir la tentación de mutilar al resto de la sociedad para sentirse acompañados. Eso mismo se me viene a la cabeza cada vez que observo a las élites políticas del país peleándose por moldear a las futuras “generaciones mejor formadas de la historia”. Por lo demás, la Constitución dice que se celebrarán elecciones cada cuatro años y que cada cinco habrá que sustituir la ley educativa. Esto último no está escrito, pero lo mismo da. Hay tradiciones que pesan más que las tablas de la ley. Y como dice el refrán, si algo funciona, para qué cambiarlo.