De poco sirve decir que popular es lo referente al pueblo, por oposición a lo que se adhiere a una minoría más o menos egregia. Tengo mis dudas de la validez que se suele conceder al famoso aserto de Ortega y Gasset: “En España todo lo ha hecho el pueblo; y lo que no ha hecho el pueblo, se ha dejado sin hacer”. Detrás de muchas creaciones populares (empezando por las pinturas de Altamira) se hallan personalidades destacadas en su día, luego olvidadas. Me quedo, mejor, con la irónica observación de Miguel de Unamuno: “Todos los trajes populares se parecen”. En efecto, casi todos conservan la moda del siglo XVIII.
Asombra la multiplicidad de sentidos que se da al adjetivo popular en la panoplia de los movimientos políticos de la España contemporánea. Durante la II República, Acción Popular fue la punta de lanza y la acción directa de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas). La voz popular traducía, de los países centroeuropeos, la acción de los católicos en política. Frente Popular o Bloque Popular, en 1936, fue el conglomerado de socialistas y comunistas, con el aditamento de los nacionalistas vascos y catalanes, entre otras menudencias. En esa situación, popular quería decir “revolucionario”, en el sentido violento de la expresión. Se demostró, paladinamente, en la guerra civil.
En los amenes del franquismo y en los inicios de la transición democrática, la Alianza Popular representó la fórmula del aperturismo del régimen franquista y su conversión, más o menos sincera, a la democracia. A los pocos años cristalizó el Partido Popular con parecidos toques personalistas y el consiguiente juego de facciones.
Lo popular acaba siendo la versión más vendible de las derechas de toda la vida (más o menos autónomas), apoyadas ahora por un empresariado potente, que no existía en tiempos de la República. Nótese que, en el espectro ideológico español, se habla, propiamente, de “las derechas” o las “izquierdas” en plural. No es solo que cada una de ellas integre varios matices ideológicos, incluido el difuso centrismo o la supuesta socialdemocracia. Más bien, el plural traduce un cierto ánimo festivo. Es el que se da en otro plurales, como “las elecciones”, “las vacaciones”, “las oposiciones” (a los cuerpos de funcionarios). Otros idiomas cercanos no necesitan ese plural.
Enrique Tierno Galván pastoreó el Partido Socialista Popular, que era, más bien, un grupo de influencia intelectual (profesores, diplomáticos). Sin base social suficiente, el PSP acabó absorbido por el PSOE. El premio de consolación para el “viejo profesor” (así le llamaban a Hegel sus discípulos) fue la alcaldía de Madrid, donde se hizo, no ya popular, sino populachero y populista.
Los partidos políticos españoles, sobre todo los de la izquierda o progresistas, gustan de considerarse formaciones, un término de raigambre militar, acaso por el deseo de presentarse como disciplinados. Al igual de lo que ocurre con los bancos, cada uno de los principales partidos suele ser el resultado de la fusión de dos o más entidades primordiales. El exponente máximo de esa tendencia aglutinadora fue la sesquipedálica Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista. Encima, se consideró un antipartido o más bien la ilusión de un partido único, por contradictorios que puedan ser ambos enunciados.
El adjetivo popular se suele hacer equivalente a nacional para subrayar que se trata de una abstracción, en la que se supone que manifiesta una suerte de voluntad colectiva, la del pueblo o nación. Ese sujeto habla por sí solo, a través de las elecciones, las revoluciones o los alzamientos. Quizá fuera más realista suponer que se trata de la interacción de elementos individuales, cada uno con la fuerza variable que le da su posición o sus intereses.
Fueron los antiguos romanos quienes dieron el sentido al populus, el pueblo como entidad política, a veces junto al senatus, la clase dirigente. La voz latina para populus (que también significa “álamo”) procede del griego polus, que da idea de multitud, multiplicidad. En castellano se derivó pueblo, tanto para el conjunto de los habitantes de una localidad como para ese mismo lugar, su diseño físico. El pueblo como sujeto político adquiere relevancia cuando se consigue que una persona, o un grupo de ellas, hable en su nombre. Para lo cual se necesita una dádiva especial (carisma), que se expresa por la idea de legitimidad. Entramos en la misteriosa construcción que llamamos democracia, el gobierno del pueblo, con el pueblo y para el pueblo.