El comienzo de un nuevo curso académico es una oportunidad para levantar acta de una obviedad: la educación para la libertad casi ha desaparecido. Poderosas corrientes ideológicas han conseguido reducir la educación liberal a casi nada. La pandemia de la covid-19 ha dado alas a esas tendencias políticas de corte igualitaristas y casi totalitarias. Ahora se presentan con caretas apocalípticas. Los evangelios sobre el fin del mundo empiezan a desbordarnos. La necedad crece con la nueva peste. En España se desarrolla abonada por la soberbia. La soberbia española lo contagia todo. El soberbio, perdonen mis reiteraciones, no admite que su interlocutor pudiera ser un poco más sabio que él sobre cualquier asunto a debate. Niega por sistema la inteligencia del otro. El soberbio ofende y jamás promociona lo mejor del otro. Parece que los españoles no hablamos para comunicarnos, discutir estimaciones y opiniones, sino para perdonarnos la vida. Sánchez es el ejemplo perfecto de hombre soberbio. Es todo un perdonavidas. Nos habla como si fuéramos bobos y, además, dice que somos culpables de los nuevos contagios… ¡Qué tipo más soberbio! No es el único.
Creo que en España hay tantos tipos de soberbias como españoles. La peor de todas es la fingida. Es la soberbia del necio. Hablan y escriben sobre lugares comunes creyéndose que están descubriendo el Mediterráneo. El país está al borde del abismo y el más tonto se cree sabio y dictamina sin parar sobre cualquier cosa. Pero hay algo peor: la voluntad de veracidad brilla por su ausencia. También en esto Sánchez se lleva la palma. Nada tengo contra quienes participan en una conversación con juicios previos, incluso algunos muy bien armados y formados, sobre lo que van a debatir y experimentar, pero me revienta quienes de entrada tratan de imponer su verdad. Ha desaparecido casi por completo el afán de veracidad. La voluntad de alcanzar la verdad sobre cualquier asunto, única condición para llevar a cabo diálogos reales, ha desaparecido por completo de la vida política.
Todo el espacio público político está dominado por la mentira, la cerrazón intelectual, la frivolidad, la vaciedad y los tonos arrogantes de elocución. Pareciera que la razón de los políticos reside en sus partes bajas. Para estos políticos no valen la experiencia ni el conocimiento. Es un espectáculo deprimente ver a estos jóvenes políticos presentándose como salvadores… No sienten su propia imperfección. Jamás han experimentado el desdén por uno mismo que es la base del automejoramiento. Creen que han nacido sabiéndolo todo.
En este contexto, y espoleado por un magnífico artículo escrito Lino Camprubí en El Mundo sobre su abuelo, el filósofo Gustavo Bueno, fallecido hace cuatro años, me atrevo a reivindicar para aquí y ahora la educación liberal. Por educación liberal, permítanme una sencilla definición, entiendo educación para la libertad del espíritu, que no es otra cosa que tener conciencia de las más importantes capacidades y posibilidades del ser humano. ¿Dónde hallar esa educación? Sin duda alguna, en el estudio de los más grandes pensadores del pasado. Sus obras son el más importante patrimonio del saber que hemos de conservar para continuar siendo civilizados. No hacerlo es regresar a la barbarie.
Leamos y releamos, por lo tanto, la obra de Gustavo Bueno, porque no sólo nos ayudará a superar la soberbia del necio y la barbarie del especialista, sino porque nos mostrará que una vida sin filosofía es imposible.