Uno, que no es de costa y que no está hecho a la rutina del mar, siempre que llega nuevamente a un paisaje de esos que de tan inmensos parecen infinitos se sorprende de que las cosas continúen en su sitio. El contraste inmenso entre el movimiento incansable de las aguas y la pasividad apabullante de las rocas es demasiado evidente. A veces me paro y fantaseo con personas de otras épocas y otros ropajes paseando por allí, bajo los mismos riscos y sobre las mismas montañas, como si nada cambiase nunca tanto como lo hace el maquillaje caduco de nuestra propia actividad. Un día leí la noticia de un bañista que había encontrado en la playa un mensaje encerrado en una botella hacía doscientos años. No sé cuántas millas debió de recorrer aquella carta fallida, pero a veces me parece impensable que los elementos del paisaje no corran nunca la misma suerte. Un peñón que amanece un día en Cádiz y anochece años después en Estambul. Las cosas, sin embargo, no funcionan así. Ulises partió hacia Ítaca y llegó a la misma playa que ahora es conocida con otro nombre. El desgaste imperceptible del paisaje es lo más parecido que tenemos a la eternidad.
Se me ocurre que por eso la mayoría de las estatuas están hechas de piedra. Lo que no lo está es el recuerdo. Uno tiene que ir reinventando su pasado a todas horas, construyendo estatuas en forma de anécdotas, pese a estar condenado a terminar rindiendo culto a otra persona completamente diferente. En una grieta en Covadonga existe una pequeña imagen de la Virgen que custodia desde arriba una tumba de roca limpia. La tumba lleva inscrito un nombre que continúa alimentando historias más de un milenio después. A mí lo que me parece sorprendente sin embargo es que el hombre que un día vistió esos huesos pudiese disfrutar de una tarde igual de suave a la que disfruté yo mientras leía su epitafio. A nadie le importa ya realmente si su espada venció al moro, porque el moro está tan muerto como él. Pero existe gente a la que le interpela su leyenda. Personalmente, considero que el valor de los mitos no reside tanto en su veracidad como en el hecho de que hayan perdurado tanto como para llegar a nuestros días. Es como si estuviesen echando un pulso que no pueden ganar al mismo suelo del que surgieron. Su valor no es puramente estético porque también está relacionado con el tiempo, que nos incumbe a todos. Por eso es siempre triste descubrir que estamos condenados al olvido. Es imposible recordar algo que nunca se ha vivido.
En estos precisos momentos, por ejemplo, pero hace exactamente cinco siglos, un grupo de marineros y buscavidas se encontraba completamente aislado en algún lugar de la costa de Argentina. Habían llegado después de varios meses de navegar hacia un horizonte desconocido. Aún no habían descubierto el paso hacia el Pacífico que les permitiría continuar su marcha hacia las islas de las especias. No tenían mapas. Vivieron un motín y uno de los barcos encalló. Pese a todo continuaron. Ahora en Guetaria existe un monumento que recuerda a 18 de ellos. Los únicos que lograron sobrevivir y completar la primera vuelta al mundo. El monumento es pequeño, de roca plomiza y desgastada. Su abandono no se parece en nada al de Covadonga, sin embargo. Los nombres de varios de ellos casi se han borrado por completo. Podríamos hablar de la indecencia de un pueblo que no sabe valorar su historia, pero tampoco serviría para mucho. Será mejor hablar del mar que, desde abajo y con su choque constante, no pudiendo desplazar de un golpe toda la costa inamovible, se conforma con borrar cada segundo del legado de aquellos que lo surcaron una vez. Pensando en todo eso, uno diría que quizás los mejores monumentos sean los acantilados invencibles, pero incluso ellos están condenados a desplomarse finalmente. Así que no. Todavía más eterno es el océano, con su ruido de olas infinitas. Aquello que nunca cambia y que siempre permanece, aun cuando hayan ardido sobre la tierra todas las estatuas erigidas por la humanidad. El resto será olvido y, además, no importa.