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Jesús Laínz

De Oñate a la jungla

Lo que la progresía mundial está atacando es eso que, a grandes rasgos y a duras penas, seguimos llamando Civilización Occidental.

Lo que la progresía mundial está atacando es eso que, a grandes rasgos y a duras penas, seguimos llamando Civilización Occidental.
LD

Seguro que usted, ilustradísimo lector, sabrá disculpar esta inocente broma galdosiana. Pero es que a veces a los juntaletras nos pierde la estética y morimos por un buen título, incluso corriendo el riesgo de que luego el contenido no consiga estar a su altura.

Porque el derribo de la estatua del conquistador Juan de Oñate en Albuquerque ha escenificado ejemplarmente el enfrentamiento que estamos viviendo estas semanas, tanto en USA como en Europa, con la excusa del homicidio de George Floyd por un policía de una ciudad, Mineápolis, cuyo alcalde es del Partido Demócrata, situada en Minnesota, estado gobernado por el Partido Demócrata. Sirvan estos datos colaterales para recordar que la conciencia progre universal, maestra insuperable de hipocresía, ha acusado al republicano Donald Trump de ser el culpable de todo lo que allí está pasando.

En las imágenes que han corrido por los medios de comunicación se observa cómo un grupo de personas, mayoritaria aunque no exclusivamente blancos anglosajones, se enfrenta a los vándalos que pretenden derribar la estatua, mayoritaria aunque no exclusivamente negros e hispanos. Para resumir, los argumentos de los primeros consisten en que Juan de Oñate es, sencillamente, parte de la historia de aquel lugar. Los de los segundos se centran en el lamento por ser un símbolo del genocidio, el racismo y la opresión de los blancos sobre los pueblos de color. Hablando de color, es necesario insistir en el hecho clave de que no todos los defensores eran blancos, mientras que había no pocos de ellos entre los atacantes. Porque todo esto no va de colores –al menos no todo ello–, sino de ideología e irracionalidad. Para los que niegan el peso de la hispanofobia inoculada por siglos de eso cuya existencia algunos pedantes niegan y que suele llamarse Leyenda Negra, daba risa ver a esos hispanoamericanos enfurecidos con Juan de Oñate, con el que comparten lengua, historia y herencia cultural.

Pero el núcleo de la cuestión tampoco es la hispanofobia, aunque a Oñate le hayan acompañado la reina Isabel, Colón, Cervantes y fray Junípero Serra bajo una acusación de genocidio que causaría asombro si no fuera por la evidencia de que en nuestros ilustradísimos días de información universal y educación obligatoria lo que impera es la ignorancia y el sentimentalismo. Que no es la hispanofobia, ni la catolicofobia, lo prueban las estatuas, igualmente derribadas, de Washington, Jefferson, Grant, Theodore Roosevelt y otras figuras anglosajonas de la historia de USA. Y nadie está a salvo: en Londres le ha tocado a Churchill y en París a Voltaire.

Lo que la progresía mundial está atacando con la excusa de un pobre George Floyd cuya vida le importa un bledo es eso que, a grandes rasgos y a duras penas, seguimos llamando Civilización Occidental. Aunque, para ser sinceros, lo poco que va quedando de ella podría resumirse en lo que muy acertadamente ha recordado Trump estos días: ley y orden. Quizá ese lema le baste para ganar las elecciones de noviembre, suponiendo que el pueblo estadounidense conserve el instinto de supervivencia necesario para no acabar en la jungla salvaje en la que se están convirtiendo las otrora pacíficas calles de la primera potencia mundial.

Pero esta embestida no es más que la última batalla, por el momento, de una guerra a largo plazo contra Occidente. Por ejemplo, el reverendo Jesse Jackson, varias veces candidato demócrata a la Casa Blanca, participó en los años 80 en protestas en las que se coreaba el lema "Hey, hey, ho, ho, Western Culture’s got to go!" (¡Hey, hey, ho, ho, la cultura occidental tiene que desaparecer!). El motivo de aquellas protestas fue eliminar de los contenidos educativos el que se consideraba canon eurocéntrico. Para encajar mejor con el melting pot norteamericano, había que eliminar a Homero, Shakespeare, Descartes y Beethoven para sustituirlos por sus equivalentes de otros colores y procedencias.

El fenómeno ha continuado, y se ha acelerado, tanto en USA como en Europa. Y no sólo contra artistas o escritores, ya que el grueso de la artillería se dispara contra objetivos mucho mayores: fundamentalmente contra la religión cristiana, religión de los europeos, a la que se acusa de todos los pecados al mismo tiempo que se absuelve a todas las demás; y, por supuesto, contra la raza europea, única culpable de todo lo malo que ha sucedido en el mundo. ¿Necesita usted una prueba, antirracista lector? En el preciso instante en el que escribo estas líneas leo en el ABC que una avioneta ha desplegado en Inglaterra una pancarta con la frase White lives matter, lo que al diario conservador le parece un "vergonzoso mensaje racista". Por el contrario, Black lives matter sí se puede decir.

Pero estos asuntos de color y tradición religiosa no son más que dos de las piezas con las que la izquierda mundial lleva décadas diseñando los mil enfrentamientos que han venido a sustituir a la lucha de clases desde que se evidenció que el capitalismo es infinitamente más beneficioso para los intereses de los trabajadores que el paraíso socialista hundido por su propia incapacidad. Guerra de generaciones: los padres contra los hijos (ésos que, como dijo la ministra Celáa para afirmar la supremacía del Estado, "no podemos pensar de ninguna manera que pertenecen a los padres"); guerra de los jóvenes contra los ancianos, a los que se regatea la asistencia médica y para los que se avanza en las medidas de eutanasia; guerra de las feministas contra los hombres falócratas y heteropatriarcales; guerra de las mujeres, siempre pacíficas e inocentes, contra los hombres, siempre violentos y culpables; guerra de los homosexuales oprimidos contra los heterosexuales opresores; guerra de los civiles contra los policías, esbirros de la tiranía; guerra de los calentólogos contra los ahora llamados negacionistas climáticos; guerra de las regiones oprimidas contra la nación opresora, especialmente España, arquetipo de fascismo, etc.

La guerra de todos contra todos. El caos. La jungla. Todo vale para subvertir el orden occidental y traer la utopía izquierdista que convertirá este bajo mundo en el jardín del Edén.

Esto escribió Oswald Spengler en 1933:

Pero aún no hemos mencionado el peligro mayor: ¿qué sucederá si la lucha de clases y la de razas se alían un día para acabar con el mundo blanco?

¿Loco o sabio? ¿Paranoico o profético? El tiempo dirá, y va a gran velocidad.

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