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Luis Herrero Goldáraz

Que pare el mundo, que me apeo

Empiezo a sospechar que no hay manera de evadirse del mundo porque, en realidad, la evasión no cambia nada.

Si la misantropía no estuviera tan mal vista, de buena gana me hubiera inscrito entre sus filas. No me entiendan mal, no hay nada más odioso que un odiador profesional, pero es que hay veces que uno debe descansar de todo aquello que pueda causarle algún malestar evitable. Más que una mera denuncia o que un rebote involuntario ante una enrevesada esfera social que se me escapa, mi desafección con el mundo de los hombres es una constatación. Simplemente existe. Las cosas son como son y no tiene demasiado sentido entristecerse por quererlas de otra forma. Hay quien todavía se levanta de madrugada recordando que Bisbal dejó a Chenoa, o que es posible que el Liverpool no levante la Premier nunca. Yo, sin embargo, tengo bastante asumido que para seguir la irreversible actualidad humana tengo que hacer como el guardaespaldas de Froilán: mantenerme a una distancia prudente y rezar por que al muchacho no le dé por salir de fiesta dos noches seguidas.

Lo que pasa es que, en mi completa ingenuidad, había creído que el confinamiento obligatorio me ayudaría a desconectar. El mundo se ha parado, ¿qué mejor momento puede haber para apearse? Todavía no había descubierto que para escapar de los problemas hay que saltar cuando el tren continúa en marcha, que es la única manera de que después se pierdan en el horizonte. Por el contrario, yo me he bajado tranquilamente sin pretender mirar atrás, pero al hacerlo me he topado con que el mundo seguía igual, indiferente a mi patética huida, echando humo sobre los rieles y esperando impasible a que me termine el piti en el andén y decida resignado volver a ocupar mi asiento en alguno de sus vagones. En el fondo no soy muy distinto que aquel hombre que se fue a por tabaco, tardó tres años en regresar y al hacerlo se encontró con el mismo plato de acelgas sobre la mesa y la misma frase anodina de su mujer, que le daba la bienvenida como si no hubiera reparado en su ausencia.

Empiezo a sospechar que no hay manera de evadirse del mundo porque, en realidad, la evasión no cambia nada. Ahí seguirán todas las cosas que nos enervan para cuando volvamos a mirar: en las redes continuará la guerra de insultos fascista-comunista entre españoles; en el Parlamento, los mayores mentirosos y desestabilizadores del clima social se erigirán como los únicos guardianes de la verdad; y mientras tanto, ni el Gobierno reconocerá los numerosos errores de su gestión irresponsable ni la oposición sabrá limitarse a una crítica que no caiga en el insulto criminal o en las acusaciones apocalípticas. Es curioso que ni en momentos de pandemia sepan los políticos transmitir un mínimo espíritu de concordia que vaya más allá del eslogan vacío y del símil militar. Puede que su problema sea que llevan viendo a sus votantes demasiado tiempo como soldados de su particular batalla ideológica. Tarde o temprano pasará la plaga y quedarán los reproches, quizás la enfermedad endémica más notable del país, pero tampoco en esos momentos podrá el pueblo evadirse con un opio diferente a las recetas de Instagram o a las lecciones de guitarra por Youtube. Ya no queda el fútbol como perfecto contrapeso al empacho guerracivilista. Y por eso, debido al ruido mediático constante, uno ya no puede ni fingir una huida más o menos consistente.

De todas formas, no me resigno. He comenzado a idear algunas estrategias más radicales de autoexclusión, aunque parece ser que todavía debo pulir algunos flecos. Ayer mismo se las comenté a un amigo y no se mostró demasiado entusiasmado. Pero creo que no las entendió del todo bien. Él me dice que lo que pretendo es imposible: que uno no puede contemplar la Historia desde la ventana; que la Historia entra en tu casa y te desordena los muebles; bla, bla, bla… Lo que no pilla es que en ningún momento he pretendido mirar nada desde ningún sitio. Por no tener, no voy a tener ni puerta. Así me aseguraré de que no entre nadie a desordenar. De momento ya he forrado con corcho las paredes de mi habitación y he sellado las persianas; he camuflado la única entrada y me he fabricado el Aislante Sensorial 5000 de Ted Mosby, que utilizaré en mis esporádicas salidas para abastecerme.

Ahora sólo me queda una cosa por hacer, tal vez la más difícil: mañana mismo desconectaré internet.

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