El conservador que se sentía agradecido
Scruton deja más de sesenta libros, infinidad de artículos periodísticos y académicos y dos óperas. Ejemplo de activismo político.
"El conservadurismo parte de un sentimiento que toda persona madura puede compartir sin dificultad: el sentimiento de que las cosas buenas se destruyen fácilmente, pero no se crean fácilmente".
Esta fue una de las afirmaciones con que Roger Scruton contestaba, hace un lustro, la pregunta formulada en el título de su libro ¿Cómo ser conservador? Y no exageraríamos si afirmásemos que toda su vida y obra consistieron en una minuciosa respuesta a tal interrogante, diseñada en especial para nosotros, los hombres y mujeres posteriores a Mayo del 68. Tal fue, de hecho, el momento histórico decisivo en su propia evolución intelectual.
"De repente, me di cuenta de que estaba en el otro lado" contaría décadas más tarde, al recordar aquellos sucesos de cuando era un estudiante de 24 años, vivía en el Barrio Latino de París y le rodeaban amigos enardecidos por tales algaradas.
"Les pregunté qué era lo que querían, qué pretendían conseguir, y todo lo que obtuve fue la ridícula jerigonza marxista de siempre. Me asqueó, y entonces pensé que debería haber algún modo de volver a la defensa de la civilización occidental contra todas esas cosas. Fue entonces cuando me convertí en conservador. Descubrí que quería conservar cosas, en lugar de derribarlas".
No perdería ese impulso juvenil en las cinco décadas de febril trabajo que subseguirían. Lo atestiguan sus más de sesenta libros (entre ellos, ocho novelas), una infinidad de artículos periodísticos y académicos, dos óperas (como libretista y compositor)… así como un prolífico activismo en la Europa del Pacto de Varsovia, que conllevaría su expulsión de Checoslovaquia en 1985 o la vigilancia que sufrió al visitar tierras húngaras y polacas. También da prueba de su incansable ímpetu que asumiera la dirección de The Salisbury Review, revista conservadora que fundara en 1982, según sus propias palabras, para permitir a algunos jóvenes conservadores el lujo de sentirse al menos a la izquierda de algo: sus propias ideas.
Su prolífico activismo en la Europa del Pacto de Varsovia conllevaría su expulsión de Checoslovaquia en 1985 o la vigilancia que sufrió al visitar tierras húngaras y polacas
Lo cierto es que, en medio del auge del thatcherismo, esa revista le crearía en la derecha quizá tantos enemigos como ya se los había granjeado él a la izquierda. El lema "No existe la llamada sociedad: solo hay individuos", con el que la Dama de Hierro pretendió combatir el socialismo, casaba mal con la convicción de Scruton que daba inicio a este obituario: a saber, que hay cosas que merece la pena conservar, y que muchas de ellas superan los estrechos límites del individuo. Así lo habían discutido en las cenas organizadas por el Conservative Philosophy Group, otra de sus fundaciones; convites a los que la propia Thatcher había asistido antes de ascender a Primera Ministra y, al parecer, olvidar parte de lo allí aprendido.
Otorguémosle de nuevo la palabra a Scruton:
"Bienes colectivos como la paz, la libertad, el derecho, la urbanidad, la seguridad de la propiedad y la vida familiar: en todos ellos dependemos de la cooperación con los demás, dado que carecemos de medios para obtenerlos de forma individual. La labor de destruir nuestros bienes sociales es rápida, fácil y divertida; la labor de crearlos es lenta, trabajosa y aburrida. Esa es una de las lecciones del siglo XX. Y ese es también uno de los motivos por los que los conservadores están en desventaja ante la opinión pública. Su posición es verdadera, pero aburrida, mientras que la de sus oponentes es emocionante, pero falsa".
Esas desventajas de ser conservador constituyen otra de las constantes en la vida de Scruton. Ya al iniciar su docencia, en el Birkbeck College de Londres, comentaría divertido su soledad: "Los únicos conservadores que allí había éramos la camarera de la sala de profesores y yo". El filósofo neomarxista G. A. Cohen llegaría incluso a negarse a impartir un seminario si debía compartirlo con Scruton; acto del que probablemente se arrepentiría más tarde, pues con el tiempo se convertirían en amigos. No es el único que osciló raudo entre la enemistad y la amistad con Scruton: muchos de los izquierdistas que lo criticaron en un primer momento habrían de reconocer luego su valor como defensor del medio ambiente, de diseños urbanos que no olvidaran la belleza, o de los lazos comunitarios; esos que, ya en este frío siglo XXI, pocos pensadores o políticos se atreven a menospreciar.
Y, sin embargo, hasta el último momento, Scruton habría de sufrir campañas de desprecio por expresar sus ideas: desde sus argumentos contra los llamados "derechos animales" (para tener derechos habrían de tener también deberes, nos recordaría) hasta su poco puritano elogio de pequeños placeres hedonistas, como el vino y el tabaco.
Muchos de los izquierdistas que lo criticaron en un primer momento habrían de reconocer luego su valor como defensor del medio ambiente, de diseños urbanos que no olvidaran la belleza, o de los lazos comunitarios
La última oleada de eso que en inglés llaman "character assassination" (asesinato de su personalidad pública) le llegó el año pasado, poco antes de que se le detectara un cáncer terminal. Un periodista del New Statesman publicó una entrevista manipulada (tras airear extractos convenientemente descontextualizados en Twitter e Instagram) que le hacía aseverar cosas como que los chinos eran todos réplicas unos de los otros (cuando en realidad el texto completo solo criticaba el afán homogeneizador de la burocracia china sobre sus ciudadanos). Fue fulminantemente despedido por el Gobierno tory del puesto no remunerado que tenía en la Comisión "Construir Mejor, Construir Bellamente"; amargo recuerdo, hasta el último momento, de que los políticos conservadores a menudo son los que peor comprenden a los pensadores ídem.
Con todo y con eso, la atribulada vida pública de Scruton jamás le inclinó hacia aquella rabia rencorosa que tanto le había horrorizado contemplar de estudiante en los jóvenes y consentidos revolucionarios de París. "Al acercarse a la muerte uno empieza a comprender qué sentido tiene la vida. Y el sentido de la vida es el agradecimiento" escribiría en su último artículo publicado, las pasadas Navidades, como magnífico epitafio de su existencia y su obra. Las cuales sin duda también merecen el agradecimiento de cuantos hemos sido honrados con el privilegio de conocerlas.
Miguel Ángel Quintana Paz es profesor de Ética y Filosofía en la Universidad Europea Miguel de Cervantes.
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