Con sospechas de fraude o sin sospechas de fraude, cada vez que se hacen públicos los resultados de los informes PISA sobre España la prensa echa mano del muy manido arsenal canónico de tópicos a cuenta de nuestro sistema educativo. Es entonces cuando salen a relucir otra vez, como cada año, desde los célebres milagros prodigiosos de los maestros de Finlandia hasta la no menos famosa crisis de autoridad de los profesores hispanos, pasando por la recurrente crítica a los excesos de la pedagogía progre de los setenta. Para luego, y también de modo rutinario, concluir que todo en nuestra red de instrucción pública constituye un desastre absoluto y sus paliativos. Mucho menos aparatosa que toda esa retórica apocalíptica de temporada, la anodina verdad que transmite la letra pequeña de PISA en relación a España remite, sin embargo, a la vulgar medianía, acaso con un sesgo algo acusado hacia la mediocridad. Así, nuestro sistema educativo no figura nunca entre los buenos y muy buenos, ahí donde siempre sobresalen asiáticos y nórdicos, pero tampoco entre los malos y muy malos, como los de Venezuela, Estados Unidos o Túnez. El nuestro, ya se ha dicho, es simplemente vulgar en términos comparativos internacionales.
Por lo demás, el único gran secreto del éxito de los alumnos en las aulas, y con independencia de cualquier otra variable adicional, es siempre el nivel educativo de los padres. Siempre. Da igual que el colegio resulte ser público o privado, laico o religioso, progre o carca, sea como sea el centro y sus métodos, el hijo de un profesional universitario partirá de entrada con una probabilidad de éxito escolar muy superior al de un trabajador manual. Muy superior Lo sabe cualquiera que se haya dedicado en algún momento de su vida a la docencia. Cualquiera. El resto es poco más que literatura. Y, en general, de la mala. Pero hay otra evidencia palmaria que quien se acerque a los resultados de PISA sin las orejeras del lugar común constata también de inmediato. Me refiero a la evidencia estadística de que un alumno promedio escolarizado en Ávila, en León o en Burgos posee un nivel de conocimientos sensiblemente superior al de otro alumno promedio que reciba formación en un colegio cualquiera de Canarias, Baleares o el litoral costero de Andalucía. Son datos. Y los datos no se discuten. Lo que sí se puede discutir es por qué se observa ese sesgo tan acusado, el de la asimetría entre los resultados pedagógicos de la España interior y la costera.
Porque los profesores son iguales. El presupuesto, similar. Las instalaciones, idénticas. Los programas, muy parecidos. Y la motivación de educadores y educandos, más o menos pareja en cualquier rincón de la Península. Entonces, ¿por qué los del interior tienen mejores notas que los de la costa? Pues por una razón simple: porque en Burgos no hay mar y en Mallorca sí hay mar. La causa es el mar, no nada que tenga que ver con la pedagogía. Porque donde hay mar hay playas. Y donde hay playas (y buen clima) hay mucho turismo de temporada. Y donde hay mucho turismo de temporada hay muchas empresas hosteleras y de servicios vinculadas a ese turismo. Y ese tipo de empresas suelen contratar a mucho personal joven y poco cualificado. Y eso, la posibilidad real e inmediata de ganar un dinero fácil sin necesidad de poseer los conocimientos reglados que facilita el sistema educativo formal, constituye un incentivo demasiado poderoso para abandonar los estudios antes de tiempo o compatibilizar el trabajo en los servicios turísticos con la educación elemental, lo que siempre repercute en el rendimiento escolar. Pero eso solo se puede hacer en Ibiza, en Lloret de Mar o en Marbella, no en Lugo, en Soria o en Cuenca. Y de ahí las asimetrías regionales de PISA. El mar, sí, no hay otro enigma.